Hace un año, en medio de una sala del museo Reina Sofía me eché a llorar como niña. La custodia en turno me miró insistente por segundos y hasta intentó levantarse para ir adonde estaba y, quizá, preguntar qué me pasaba. Por fortuna, rápido se dio cuenta que lloraba por lo que recitaban al fondo —y por ridícula, supongo que después también lo pensó—. Las palabras que saltaban de las bocinas habían salido de la boca de Pedro Lemebel (Chile 1952-2015), escritor y artista plástico muy conocido en su país natal por haber sido la mitad del dúo llamado Las Yeguas del Apocalipsis, un referente de la contracultura suramericana.

 

«No soy un marica disfrazado de poeta
No necesito disfraz
Aquí está mi cara
Hablo por mi diferencia
Defiendo lo que soy
Y no soy tan raro
Me apesta la injusticia
Y sospecho de esta cueca democrática
Pero no me hable del proletariado
Porque ser pobre y maricón es peor
Hay que ser ácido para soportarlo […]»

Eso sonaba. Y yo estaba parada, sin poder moverme mas que para temblar poquito. No miento. Asusté a mi novia que tampoco entendía lo que pasaba pero que igual me extendió su abrazo solidario, y un leve acercamiento al rincón menos estorboso de la sala, donde la vergüenza de la loca chillona no causara tanto problema a los demás visitantes.

Después de un par de gimoteos profundos me sequé las lágrimas y tuve que reponerme una vez más a ese fragmento del Manifiesto (hablo por mi diferencia) que Lemebel leyera por primera vez como intervención en un acto político de izquierda en septiembre de 1986, en Santiago de Chile. Supongo en este 2015 no suena escandaloso pero en el Chile con dictadura militar, y en toda la Latinoamérica de 1986 lo era, y lo era todo. Era no ser bienvenido, no ajustarse y no querer porque no había a qué hacerlo de manera razonable.

A Pedro lo leí por primera vez a los 19 años, un amigo de la universidad que estaba obsesionado con Chile como ideal utópico, me regaló un link donde Loco Afán: crónicas de sidario (1996) y Adiós mariquita linda (2004) brillaban entre textos de autores que repetían torpemente a otros autores “feministas” “queer” de siempre y a sí mismos; me abrieron paso a una aceptación —y legítimo orgullo— homosexual, sin reproche. Después de un tiempo, como toda novedad juvenil, lo olvidé, hasta hace año y medio que lo reencontré entre los textos sugeridos de un seminario de estéticas performativas y prácticas drag que tomaba. Me replanteó el mundo.

No soy de esas que lloran las muertes de “los grandes” autores, casi siempre me dan lo mismo, pero en esta ocasión algo es diferente. No se muere alguien que a quien los premios y las glorias pasadas han dejado incapaz de entender la realidad de todos los días, alguien que terminó ajustándose al estándar. No. Se muere un tipo que hasta el final de sus días fue raro, como adjetivo de lo que no se puede describir, inconforme, incómodo personaje, enamorado y deseante, altanero a su manera. Subversivo. Justo la moral que aspiro ejercer, pues como él bien decía:

«No necesito cambiar
Soy más subversivo que usted
No voy a cambiar solamente
Porque los pobres y los ricos
A otro perro con ese hueso
Tampoco porque el capitalismo es injusto
En Nueva York los maricas se besan en la calle
Pero esa parte se la dejo a usted
Que tanto le interesa
Que la revolución no se pudra del todo
A usted le doy este mensaje
Y no es por mí
Yo estoy viejo
Y su utopía es para las generaciones futuras
Hay tantos niños que van a nacer
Con una alita rota
Y yo quiero que vuelen compañero
Que su revolución
Les dé un pedazo de cielo rojo
Para que puedan volar.»