Waldo Leyva

La poesía de Waldo Leyva tiene varias caras, quizás edades, aún no lo he pensado tanto: primera: fue un niño cubano que creció en un pueblo llamado Remates de Airosa, en 1943, cuando el mundo era otro, donde había caballos alazanes, árboles que contenían el agua de lluvias transparentes, horizonte con mar, montaña… su familia era humilde, campesinos, pescadores. Cantaban décimas, son, con sus instrumentos, y componían sus canciones. Él descubrió que todo eso era poesía hasta que entró a la universidad. Creció con los ideales del socialismo cubano y la izquierda de Fidel, Martí, el Che.

Segunda: Padeció la crisis cubana de 1991 tanto social como ideológicamente. El mundo socialista parecía desquebrajarse y los menos valientes tiraron la utopía a la basura. Muchos de ellos habían crecido junto a él. Sostuvo su sueño y lo mantiene, cree en la utopía como un punto a seguir, no un lugar para llegar.

Tercera: Con los ecos de la poesía latinoamericana de inicios del XX, construye toda una voz y un estilo poético que gira en torno al amor, a la humanidad, al tiempo.

Amabilísimamente nos concedió una entrevista donde hablamos de cosas como por qué escribir poesía, por qué hacer décimas, qué sucede con la poesía latinoamericana, etcétera… y algunos poemas inéditos, todo eso lo publicamos en el número latinoamericano de Migala, a la venta en muchos lugares por menos de lo que creen. Ahora complemento dicha publicación con esta hoja de poesía, que trae cosas que he leído de Waldo en estos meses, integra también algo de su último libro, Cuando el cristal no reproduce el rostro, que ganó un premio internacional de poesía, premio Víctor Valera, en Venezuela el año 2012.

Me queda mucho qué pensar respecto a Waldo Leyva, mucho qué leer, porque es un pedo conseguir sus libros. Pero lo que he oído hasta ahora ha sido poesía que no se dice, se canta, que abre caminos del pasado al futuro, desgrana frutas y es muy chida pues. Mi favorito es el último, y ahí está. Sirva esto como agradecimiento a su generosidad.

 


He oído a las sirenas cantándose una a otra.

No creo que canten por mí.

                                               T.S. Eliot

 Nadie

Navego atado al mástil,
no porque haya islas esperándome,
ni magas,
ni monstruos solitarios.
Estoy atado al mástil
porque necesito, para salvar al mundo,
que canten las sirenas.

 

La distancia y el tiempo

Tú estás en el portal, apenas has nacido
caminas hacia el mar y cuando llegas:
tienes el pelo blanco y la mirada torpe.
Desde la costa se ven las tejas rojas de la casa.
Si quieres regresar, ya no es posible;
a medida que avanzas se borran los caminos.
Tu camisa de niño aún está húmeda
y veleta de abril en el cordel
indica para siempre la dirección del viento.
Qué gastadas las uñas,
qué frágil la memoria,
qué viejo tu zapato por la arena.

Contra la desmemoria

Para José Omar Torres, hermano

Cantemos la canción de los soñadores,
que no nos detengan las espaldas que se alejan
ni los oídos que sólo quieren escuchar
el repetido canto de las sirenas;
por muy sólo que se anuncie el camino,
cantemos siempre la canción de los soñadores,
que el canto nos acompañe
con su melodía incorruptible.
El fin no es tocarlo sino perseguir el sueño.
Y si algún día, no quiero pensarlo,
nadie canta la canción de los soñadores
si alguna vez, no quiero imaginarlo,
sólo se escucha el alarido de las sirenas,
entonces yo, contra esa desmemoria,
seguiré cantando con mi torpe voz
y estoy seguro, eso quiero creer,
que alguien, cuyo recuerdo ignoro todavía,
se levantará de las aguas para sumarse al coro
y descubrir conmigo la canción de los soñadores.

Agradezco la noche

Aquí estoy, nuevamente amanecido,
dispuesto a soportar hasta que vuelva
la noche irremediable.
Cuento los días y me resulta eterno
el tiempo que supongo me separa
del silencio sin ruido.
Estoy como en un pozo
pero viendo la luz solo en el agua.
En un sitio del mundo
comenzará otra guerra
y vencerán los muertos a los muertos.
De aquello que fue el rostro del amigo
queda sólo una mancha, un tatuaje
que ha dejado la máscara en la piel.
¿Quién le cortó los hilos a la rueca?
¿Quién me dejó sin calles, sin laguna
con una puerta sólo hacia la infancia,
hacia el agua del pozo?
Aquí estoy, nuevamente amanecido,
ha sonado el teléfono,
comienza la ciudad su ruido informe,
y siguen los semáforos en rojo.

Las hortensias azules

Tú acaso no lo sepas, Isolda
Raúl Hernández Novas

Tú acaso no lo sepas, Isolda; las hortensias azules junto a tu puerta, tenían que ver
con el último gesto de John Lennon, ese modo irrepetible de mirar a la cámara
que sólo poseen los que saben que detrás de la lente está el vacío y no la
muchedumbre. Yo busqué en el espejo muchas veces, pero es imposible, el
secreto temblor se entrega solamente cuando el cristal no reproduce el rostro.
Tú acaso no lo sepas, Isolda; las hortensias azules junto a tu puerta, no fueron un
mensaje de amor, ni ocultas claves para la memoria. Ya no estoy, y eso lo sabes,
pero también las hortensias se murieron y nada tiene que ver con sus pétalos el
azul que descubrimos aquella tarde en un rincón del cielo.
Tú acaso no lo sepas, Isolda; las hortensias azules de que hablaba el poema, no
existieron, aunque sí el gesto de John Lennon, y el vacío oculto tras la lente, y el
azul que descubrí yo solo mientras dejaba, junto a tu puerta, un mensaje de amor
contra el olvido.

Ni el ave ni la madera

Para Nicolasito

Un pájaro principal
Me enseñó el múltiple trino,
Mi vaso apuré de vino,
Sólo me queda el cristal.

Nicolás Guillén

1
Estoy mirando una rama
que puede ser flauta o flecha,
acompañar una endecha
o volar como una llama.
Crece en flor, ignora el drama
que la incluye, su ideal
es volverse pedestal
verde, vivo, palpitante,
para que en su copa cante
un pájaro principal.

2
¿De qué oculta primavera,
de cual sur, de qué horizonte,
de qué inexplorado monte
llegó el pájaro-quimera?
Ni el ave ni la madera
saben que soy su destino;
la esbelta rama de pino
me dio el dardo y la inclemencia,
y el pájaro, en su inocencia,
me enseñó el múltiple trino.
3
Entre la flecha y el vuelo
hay como un hilo invisible,
una línea imperceptible
que une la tierra y el cielo.
¿De qué implacable desvelo
ha nacido ese camino?
El pájaro peregrino
lo ignora, y emprende el viaje,
y yo, atento a su plumaje,
mi vaso apuré de vino.

4
Sé que la rama prefiere
seguir en flor contra el viento,
ser del ave su aposento,
no el venablo que la hiere.
No soy Dios, si es lo que quiere,
que juegue a ser inmortal;
ayer yo pensaba igual,
pero del vino espumoso
que bebí lleno de gozo,
sólo me queda el cristal.

El inocente ojo del antílope

Un tigre salta de la piedra.
Vuela un ave que ignora la angustia del vacío.
Ciego es el pez, su pupila es el agua
y muere herido por el aire.

La lombriz puede ser reina de la altura
y deshacerse el árbol
en el vientre insaciable del insecto.

A la cruz del comienzo clavado sigue el hombre.
Sangra. Puede ver aún el rostro de los otros.

Ni dios, ni ventanas azules,
ni el inocente ojo del antílope.

Como un inocente roce entre los dedos

Sucede que empiezas a pelar una naranja humilde, desechable, y salta desde el fondo de la infancia una palabra: bergamota, y con ella un aroma que no viene del aire, un amarillo tenue y un dorado que tus uñas deshacen mientras parten el fruto. Te baña las manos el jugo que recoge la lengua de una niña que dejó de existir y que regresa, sin rostro, envuelta en la palabra bergamota, como un roce inocente entre los dedos. Un roce que vuelve a abrir los poros de tu cuerpo y te hace ventear, como aquel día, la tibieza de un aire que invitaba a correr, a desnudarse, a morir hecho un temblor sobre la hierba. Sucede que empiezas con las uñas a pelar la bergamota, sin sospechar siquiera que será una humilde y desechable naranja del futuro.