Fragmento de la novela corta, cuento largo (nunca supe qué era) publicada en Goliardos, si hay Quorum, publico más capítulos

Los nombres del Diablo

Andrei Peña

 

I

 

—¿Está seguro de esto, Señor? —preguntó Julio al diputado Héctor Martínez que fumaba lleno de desesperación—. Recuerde que a estos tipos los están buscando por todos lados.

Martínez no le hizo caso, encendió otro cigarro con la colilla aún ardiente del que estaba por extinguirse, se llevó la mano al saco y buscó unos segundos.

—Ve a mi Luz, y dime si no vale la pena lo que nos están cobrando —dijo Martínez con un orgullo extraño, mientras abría una cartera de cuero negra, con el águila Juarista incrustada en metal.

Julio observó que bajo la mica central, a un costado de la credencial de la Cámara de Diputados, descansaba la foto de una mujer exuberante, vestida con traje norteño; sostenía un micrófono justo debajo de los labios como si fuera la portada de alguna película porno.

—Le saldría más barato contratarla —dijo Julio con hastío y desvió la mirada hacia la pared. “Estacionamiento F8”, leyó, el lugar que acordaron con los gringos—. Una llamadita del Procu y nos evitaríamos tanto problema.

—Hasta crees. Ese wey no me quiere ver ni en pintura —agregó Martínez ofendido, y regresó la cartera al saco—. Además no es lo mismo, ya está grande… y pues ya perdió belleza. Yo quiero a la Luz del inicio —continuó con voz lasciva—: esa que parecía angelito, con las nalguitas bien paraditas, y su voz tan cachonda…

—Pero, ¿y si se encuentran las dos? No vaya a pasar que explote todo porque se juntan la Luz del pasado y la Luz del futuro.

—¡Esas son mamadas! ¡Si hasta un chamaco lo entiende! —gritó Martínez—. ¿No oíste lo que dijeron esos pinches gringos? El tiempo no es seguido, así como en las películas. Hay un chingo de tiempos. ¿Cómo le dijeron…?

Se escuchó un eco en el estacionamiento, producto de un motor que los puso en alerta. Una Van roja, con vidrios ahumados, se estacionó frente a ellos. Salieron varios hombres de ojos azules y verdes, con los rostros quemados por un sol calcinante, que no era muy amigable para sus pieles. Echaron un vistazo rápido al lugar y cerciorados de que todo estaba en orden, les indicaron que subieran.

Llegaron a un cuartucho en el centro de la carretera a Culiacán. No les retiraron las capuchas hasta que terminaron de adaptar el lugar. Una vez que estaba todo en orden, los hombres establecieron posiciones. Colocaron a Martínez frente a un marco plateado que se encendió en un azul eléctrico.

—¿Seguros que es el año? —preguntó Martínez con miedo. Tenía motivos, la máquina no era lo que esperaba; se había imaginado un complejo circuito de cables, cubiertos por una armadura de metal de figura robótica, y cientos de focos que parpadeaban alrededor de un cuarto vigilado por hombres misteriosos, forrados en batas blancas. Pero no, en su lugar tenía a los gringos mal encarados, que más parecían jugadores de una liga de Basketball presidiario, que científicos eméritos. El que tenía el rostro más extraño de todos, con ojos saltones y un porte de mafioso ruso, operaba una caja negra, mientras algunos cubrían la entrada y otros observaban, con una sonrisa en los labios, el rostro inseguro de Martínez. El aparato sólo estaba conectado al marco metálico que, para decepción del diputado, era toda la máquina.

—No tiene de qué preocuparse —respondió uno de los hombres en un español confuso—. Sólo apriete el interruptor para que se abra la ventana otra vez y regresará en un segundo, como si nunca se hubiera ido.

Martínez se ajustó el traje, el más caro, el que utilizaba cuando subía a tribuna, y con la imagen de Luz en la mente cruzó con decisión la puerta luminosa. Sintió desvanecerse y una nauseas terribles, un torbellino de electricidad cruzó por sus ojos, y al abrirlos la primera imagen que percibió fue un letrero gigante, sobre la carretera: “Palace, el mejor lugar en los Mochis”, leyó. Inspeccionó a la mujer impresa en la lona, con los pezones cubiertos por estrellitas plateadas y un peinado esponjado; síntoma claro de los noventas. Sonrió lleno de emoción, sin reparar en el sonido de un claxon aproximándose, un auto hizo una breve maniobra y pasó con rapidez a su costado y una obscena mentada de madre se difuminó en el camino.

Era una tarde calurosa, y comenzó a sudar el traje, a lo lejos apareció un taxi y le hizo la parada, ansioso por llegar a su destino. Martínez recordó lo básico que necesitaba saber sobre Luz de la Paz, estudiado previamente en su autobiografía: cantante grupera, dueña de sus más mórbidas fantasías, de procedencia humilde antes de que entrara al mundo musical, hasta que la descubrieron cantando en un bar de mala muerte en los Mochis. Indicó al taxista que lo llevará al Más Loco, siguiendo los recuerdos del libro como un mapa del tesoro. Al llegar, le pagó con un billete de a doscientos, mostrándose muy propio y pidiéndole que guardara el resto.

—¿Qué pasó, vato? Este billete es falso —dijo el taxista—, parece de juguete.

Martínez se puso pálido. Primer error causado por la emoción. No había sacado los viejos pesos que llevaba en el maletín, los mismos que le habían regalado en la Comisión de Hacienda y que pensaba utilizar para deslumbrar a Luz. Dio un giro lento y con recelo hacia el taxista extrajo un billete con la leyenda: doscientos mil pesos, señal clara del siglo pasado.

—Ándele, así sí está bueno —dijo el taxista—. ¿Me lo puedo quedar? ¿El de juguete?

Martínez no habló, caminó con prisa. Un comportamiento paranoico, que adjudicó a la coca inhalada antes de llegar al estacionamiento, le había comenzado a llenar la cabeza.

—¿Entonces qué? —gritó el Taxista mientras Martínez aceleraba el paso hacia el bar de mala muerte.

El Más Loco era un lugar que parecía calcado de una nota roja en cualquier periódico. Un aroma a orines mezclado con limones cortados emanaba como un fantasma, alrededor de los borrachos de mediodía que se sujetaban de las botellas en un intento exhaustivo por no caerse. Martínez entró con cautela y recordó el riesgo que implicaba el lugar; su diosa grupera había sido muy clara en su autobiografía: “El Más Loco era peor que el infierno, sólo que en lugar de demonios eran los hombres quienes me atormentaban”, recordó textualmente, e imaginó cuántas veces había soñado con ser su salvador. Esquivó un bulto de cemento que le cubría el camino y se acercó a una barra repleta de licores baratos, en donde una mujer de rasgos gruesos fumaba con la ceja levantada hacia él.

—Dígame —dijo la mujer y lo inspeccionó desde los zapatos llenos de tierra hasta el bigote cano.

—Disculpe —dijo Martínez con un tono negociador—. Ando buscando a una muchacha, se llama Luz, trabaja aquí en las mañanas según sé.

—¿Luz? No, señor, ha de andar confundido, aquí no trabaja ninguna Luz.

—Es güera, de caderas anchas y cabello lacio hasta la espalda —dijo Martínez en un tono enamoradizo.

—No pues si está así de buena, no creo que trabaje aquí —replicó la mujer con una carcajada que después terminó con un escupitajo—. Como la describe a de ser del Palace, aquí solamente hay cuero viejo y mujeres de edad como su servidora.

—¿Pero no ha venido nadie con esas características a pedirle trabajo?

—Bueno fuera, mi rey, así se levantaría el changarro. Eso es lo que me hace falta, una chamaca como esas.

Se escuchó un tarareo desde la puerta, el crujir de unos zapatos se mezclaba con el polvo. Martínez puso atención a la tonada y poco a poco la reconoció, era la canción… Su canción: Hazme tuya el día de hoy. Luz estaba ahí, a unos pasos, sintió que las piernas se le trabaron y una erección creciente le surgió a cada estrofa de la melodía, pero presa del pánico y el nerviosismo, evitó voltear. Se quedó pasmado, no sin antes pensar: “pinche gorda me la estaba escondiendo”. Esperó algunos segundos mientras el sonido se acercaba a él, sabía que Luz cruzaría en cualquier momento; casi siendo una adolescente, con sueños rotos y grandes esperanzas para el futuro. “Siempre creí que alguien llegaría por mí, que con sólo ver su rostro sabría que la vida sería distinta a partir de ese momento… pero nunca pasó, y seguí en el infierno…”, recordó en otro texto salido de los recuerdos de Luz. La primera vez que lo leyó, se deshizo en lágrimas toda la noche al lado de una puta, después de golpearla por no valorar su vida como Luz.

—Pinche Ramiro, cabrón —gritó la mujer—. ¿A qué hora te mandé por la carne?

“¡Madres! viene con alguien. Seguro es su novio”, pensó con una angustia atroz, “ojalá no sea un bruto porque si no se va a poner feo esto”.

—Contéstame, cabrón —volvió a gritar la mujer—. De seguro andas otra vez cantando con los pinches norteños.

—Ya déjame, gorda —respondió una voz dulce, y el tarareo se acabó de inmediato.

Martínez giró la cabeza y frente a él apareció un joven de aspecto delgado, con las caderas anchas y marcadas. Un cabello chino le escurría como estopa por el cuello hasta una ajustada ombliguera azul. Giró la cabeza hacia los costados, sin dar crédito a lo que veía, miró a la izquierda, a la derecha, hacia atrás, sólo borrachos, sombreros, tierra y pósters carcomidos.

—Gorda tu madre, pinche maricón —gritó la mujer y de inmediato agregó—: a ver, tú debes de saber a quién busca este señor, a una tal Luz, rubia de por acá.

—¿Luz? —preguntó Ramiro con desconfianza y echó una ojeada a Martínez que parecía haber perdido todo el color del rostro—. ¿Nos conocemos, señor?

Ramírez no respondió, el shock lo tenía inmóvil, su mirada estaba fija sobre aquel rostro andrógino, con algunos pelillos mal rasurados que le brotaban del mentón. Sintió nauseas que se transformaron en una rabia que le subió hasta la garganta.

—Te llamas Luz en las noches —gritó la mujer a carcajadas—. A qué pinche Ramiro tan ocurrente.

—Te ves mal, galán. ¿Qué se te perdió conmigo? —preguntó Ramiro, ante el fuego en los ojos del diputado.

—Canta —dijo Martínez a secas.

—¿Qué cante? No, papacito, en la noche ya sabes dónde ando. Ahorita estoy trabajando.

—¡Que cantes, pinche puto! —gritó Martínez y despertó a varios borrachos que trataron de ubicarse en el lugar.

—Cálmese, Ñor —repuso la mujer—. Aquí no queremos problemas.

Martínez se llevó la mano al traje y empuñó un revolver pequeño con el que apuntó a Ramiro, al mismo tiempo que arqueaba las cejas.

—¡O cantas o te lleva la chingada!

—Está bien, está bien —dijo Ramiro. Tragó saliva y puso las manos en dirección a Martínez, como si fuera a parar las balas—. ¿Qué quieres que cante?

—Lo que estabas tarareando.

Ramiro se mojó los labios y por un momento se transformó en lo que Martínez había esperado: La voz con la que había fantaseado tantas cosas, la misma que imaginó cantándole al oído en las noches.

Hazme tuya, el día de hoy, Que te necesito… que te necesito en mi cora…

Los disparos reventaron en el cuerpo de Ramiro y lo hicieron caer sobre el bulto de cemento. Los borrachos reaccionaron lentamente, con el efecto del alcohol que les bloqueaba la coordinación. Martínez escuchó unos disparos que le pasaron zumbando y se estrellaron en el techo, respondió al fuego, y logró derribar a uno de los hombres con un disparo certero, ganó algunos segundos en lo que el resto se reorientaba y presionó varias veces el extensible pegado a su muñeca. El marco azul apareció a un costado y se arrojó con desesperación hacia él, sólo lo siguieron los gritos histéricos de la mujer, quien alcanzó a arrojarle una botella, la misma que desapareció junto con Martínez.

Atravesó el torbellino multicolor, un segundo después la botella cruzó y lo golpeó en la espalda como una roca, cayó frente a los pies de Julio, al mismo tiempo que el cristal reventaba dejando un aroma a Ron esparcido por el cuartucho. Julio lo miró sorprendido, sin saber qué hacer, trató de levantarlo con cuidado, a lo que Martínez respondió con un empujón, cuando estuvo completamente en pie.

—¡Suéltame, pendejo!

—¿Qué le pasó, señor?

—¡Que me sueltes, chingada madre! —gritó Martínez aún con el revolver en la mano, dio un giro y apuntó hacia uno de los hombre lechosos—. ¡Estos pinches gringos me quieren robar! Esto no sirve, nos tienen que devolver el dinero.

El grupo de rubios reaccionó de inmediato como buenos profesionales. Varios puntos rojos se proyectaron en el rostro de Martínez.

—Cálmese, Señor, no ve que en cualquier momento nos cargan —dijo Julio y elevó las manos aterrado.

—¡Put the weapon down! —exclamó uno con un tono que denotaba su entrenamiento militar.

—¡Que se chingen estos cabrones! —impuso Martínez—. A mí nadie me ve la cara de pendejo.

—¡Drop the weapon! —gritó otro y en un movimiento ágil disparó al rostro de Julio como advertencia.

La sangre le salpicó la cara a Martínez, manchándole el bigote. Le temblaron las manos y antes de que pudiera jalar el gatillo, uno de los hombres se le acercó como una sombra, sintió un golpe que le nubló la vista, desorientado, sólo escuchó el revolver caer al piso.

Cuando Martínez abrió los ojos reconoció un rostro familiar: Joaquín Martínez. Miró alrededor y escudriñó la lujosa habitación de hospital repleta de adornos florales en plástico y un aroma a lavanda. La inspección lo tranquilizó por un momento, mientras trataba de poner atención a sus recuerdos.

—¿Qué haces aquí, wey? —preguntó Martínez aún desorientado, y observó de reojo a la enfermera que dejaba la habitación.

—Cállate, cabrón —dijo Joaquín, una vez que la puerta cerró—. No sabes ni el pedo que armaste. Si se llegan a enterar de esto me chingas la carrera para la gobernatura.

—¿Qué pasó? —Martínez recordó los disparos y agregó casi en forma de quejido—: Pinche Luz…

—No es la primera que me haces, enserio que si no fueras mi hermano… da gracias que te mandé a seguir desde que atropellaste a esos chamacos.

—¿Qué me hicieron? —preguntó Martínez con miedo. Se trató de levantar pero el dolor lo regresó como un imán a la cama

—Te iban a enterrar vivo, pendejo —dijo Joaquín y trató de serenarse, como tantas otras veces, sabía que su hermano era como un niño pequeño.

—Los gringos… me robaron… ¿Qué pasó?

—¿Quién te contactó con esos? Los buscan por terrorismo. Les vendieron varias bombas de portafolio a los palestinos, ¿sabías?, ¿o simplemente te valió madres? En serio que hubiera dejado que se divirtieran contigo… te iban a torturar hasta que les dieras todo.

—¿Los detuvieron a los cabrones?

—Por supuesto que no —lo regañó Joaquín—, si con problemas los mataron, tuvieron que llegar tres grupos. ¿Querías que los detuvieran?, ¿para que los extraditáramos y tuviéramos a los gringos aquí? Ya no existen. La prensa se tragó lo del enfrentamiento con el Cártel de…

—La máquina —lo interrumpió alarmado Martínez—, ¿guardaron la máquina?

—¿Cuál?, ¿qué?

—¡De donde salieron! —gritó y dio un manotazo en la cama—. La que parecía un microondas. La traían con ellos.

—No sé de qué me hablas. Todo se lo llevaron a resguardo, no quiero evidencia de tus pendejadas. La Procuraduría no va a reportar nada de esto, vamos a destruir todo antes de que los quieran localizar.

Martínez se levantó alarmado y sintió en la cabeza como si le estrellaran un martillo. Resistió el dolor, y en un movimiento desesperado se colgó del saco de Joaquín.

—Que no la toquen, no tienes idea de lo que podemos hacer. Páralo todo.

—¿Y arriesgarme a que lo descubran? —dijo Joaquín y lo aventó de regreso a la cama—. Ni madres, cabrón, todo se destruye.

—Joaquín, hazme caso. Por favor. Como hermanos. Para todo, si quieres pido licencia mañana y me desaparezco un rato, pero no la destruyas. No sabes ni lo que tienen en las manos tus pinches cerdos.

—¿Pues qué es? —cedió Joaquín de mala gana—. ¿Otra bomba portátil?

—Si te lo digo no me vas a creer. Sólo confía en mí.

—¿Qué confíe en ti? —estalló en silencio Joaquín y se le pegó al rostro a Martínez—. Llevo confiando en ti desde que éramos niños, cabrón, y siempre sales con algo. Ya no quiero pagar los platos rotos de tu actitud de pinche adolescente. Eres el mayor, tú deberías ser el ejemplo, no yo.

—Me desaparezco, te juro que me dedico sólo a mis negocios, y hasta renuncio al partido. No me vas a ver.

Joaquín identificó una sinceridad auténtica en Martínez, no era como otras veces que le había implorado que no lo sacara de la vida política, como cuando golpeó a la bailarina hasta la muerte un día antes de la elección, o cuando compró la silla hecha de coca; sabía que hablaba muy enserio, pero eso no diminuyó la molestia que le producía ver a la sanguijuela nepotista que tenía por hermano.

—¿Quién tuvo que matar al negro para que fueras presidente del partido? —dijo Martínez con voz dura.

—Cállate, cabrón —se acercó Joaquín y lo tomó del cuello—, no me quieras chantajear, pendejo.

—No es chantaje —dijo Martínez con la voz apagada por los dedos de Joaquín—. No es mi culpa que seas un tibio pocos huevos, yo te he hecho toda la chamba sucia, cabrón, sin mí no estarías donde estás… me lo debes.

Joaquín lo soltó. Sacó un pañuelo y se secó el sudor que le escurría por la calva incipiente. Héctor tenía razón: le debía sus ascensos, cada promoción política había sido producto de amenazas, desapariciones y acuerdos con pistola en mano. Si Joaquín se pavoneaba de la excelente educación cosmopolita, que adquirió en sus años de universidad, era para olvidar que fueron los mismos que Héctor había pagado con el dinero de su vida delictiva, hasta que lograron cambiar el apellido delictivo, por trabajo político.

—Si recuperas la máquina ganas la elección —dijo Martínez de golpe, tras recuperar el color del rostro.

Joaquín lo miró airadamente, dio un largo respiro y sacó el teléfono celular. En cuestión de minutos giró la instrucción. Cuando todo estuvo arreglado, Héctor le sonrió y se deslizó por la cama en reposo.

—Mañana pides licencia, cabrón. No quiero enterarme por el momento de ningún desmadre tuyo —dijo Joaquín casi al oído de Héctor y, estrechándole el hombro de manera fraternal, agregó—: Qué bueno que estés bien, yo le marco a Mariana para que traiga a las niñas a verte y se vayan al rancho a descansar el fin de semana.

—Está bien —dijo Martínez—, ¿llegas el domingo?

—Sí, y platicamos todo esto con calma.

Martínez vio salir a Joaquín y por un momento sus pensamientos se concentraron en sus hijas. Ante la sorpresa de su nueva oportunidad, trató de pensar como un buen padre y un esposo ejemplar, recordó que estaba cerca el cumpleaños de Joaquincito y pensó en la necesidad de regalarle algo que sorprendiera a su Papá, que creía tanto en la familia. “¿Ya será tiempo de su primer coche?” se preguntó, y una voz dulce se coló en sus pensamientos: “Hazme tuya, el día de hoy…” hizo un esfuerzo para regresar a sus preocupaciones familiares, “¿Cuántos años cumple?, ¿trece?, ¿cómo estarán las chamacas?” “Que te necesi… Otra pausa. Presionó los ojos con dureza y continuó: ¿Mariana estaría preocupada por él?, en mi corazón… ¿o estaría más preocupada en cómo iba pagar las colegiaturas si desaparecía? Abrió los ojos, cansado de luchar contra el recuerdo de la canción, mandó al carajo sus pensamientos familiares y la sensación de impotencia lo llenó de una rabia que reprimió someramente. Nunca había deseado tanto estar con una mujer, inclusive pensó en Mariana, y la última vez que tuvieron sexo; cuatro años atrás y porque ambos estaban ebrios en la fiesta del gobernador de Chiapas, ella vigilando que nadie se acercara, él cantándole al oído, “¿cuál era?”, pensó y el estribillo volvió a sonar de nuevo: “Hazme tuya, el día de hoy…”

 

Luz, la exuberante, la rubia de Sinaloa que había despertado la lujuria de cuanto hombre se cruzó con ella en el camino, amaneció siendo una mancha más en la avenida Reforma; con el rostro hecho carne molida, en un revoltijo con su larga cabellera y el cuerpo desnudo, con las nalgas descubiertas que apuntaban al cielo. Algunas versiones señalaron un suicidio, que se adjudicó al declive de su carrera, a su avanzada edad y adicción a la cocaína. Otras apuntaron a un crimen pasional, y unas más amarillistas a sus nexos con el narcotráfico y con hombres de poder. Se arrojó —o la arrojaron dijeron después— de su habitación de hotel, recién salida de bañar. No se movió el cuerpo hasta que llegaron los peritos. Cuando la giraron para llevársela, los mirones, en su mayoría hombres de clase trabajadora, se quedaron perplejos frente al aterrador descubrimiento de un elemento extra en su anatomía. Y aunque la nota tuvo un auge nacional, sólo le alcanzó para la página trasera de los periódicos, ya que los titulares estaban repletos de la noticia quizá más extraña en la historia de México:

“Revive Luis Donaldo Colosio”