El día de ayer recibí una carta de Tomoko en la cual me invitaba a ir al Japón a sentir el otoño. Ya está cambiando de color, me decía, Sé que te gustará. Nunca ha sido una estación que extrañe particularmente; en México ésta no se despliega en fiesta, ni invita a colarse a los edificios más altos para ver a la ciudad pintada de naranja. Mas en este calor, en esta alucinante humedad que baña de gotitas de sudor mi cuerpo, siento un enorme de deseo de irme a Japón a reconocer el otoño. Pienso en Tokio, en Kamakura, y puedo imaginar al otoño recorriendo sus calles. La pulcritud, el orden y todos esos cerezos que a finales de marzo desprendían flores rosadas, vistiéndose de naranjas y bermellones mientras van dejando que sus hojas se oxiden una a una. Otoño, digo con la voz que no emite sonidos, y aparecen frente a mi puñados de hojas secas que ha juntado mi padre para que de un salto me arroje a ellas descubriendo como cruje la llegada de una estación nueva. Otoño, y me imagino con mi hermano; poniéndonos los gogles de la alberca para aventurarnos a bucear en montañas de hojas secas que han sido apiladas afuera de la casa en Minnesota. A veces, y así es como salta mi mente de un sitio a otro de un sitio a otro, más que extrañar el otoño, extraño vivir en la misma casa que mi hermano. Y en instantáneas ya polvorientas de la memoria, vuelvo a él.

Te he soñado intermitentemente todo el mes de octubre y lo que va de noviembre. Vuelvo a ti y aprieto mis ojos que se han entristecido por la nostalgia de tenerte cerca. Cuando te pienso así, pequeño, a una edad que hace mucho no tenemos, me llegan recuerdos que creo me he inventado a través de tiempo: nuestros shorts fosforescentes cortados de la misma tela, los besitos que me dabas en mis mejillas de niña de cuatro años, tu mano al cruzar la calle, tus regaños en la mesa, las ganas de ser más fuerte que tu para poder vencerte a golpes, las risas, las pocas confesiones de media noche que me hiciste y que mi hincharon como un pez globo por el enorme orgullo de sentirme merecedora de conservar alguno de tus secretos.

El deseo que hace unas horas sentía por el otoño, te lo has llevado y sólo tengo ganas de escuchar tu voz remplazar el crepitar de las hojas secas. Tu risa y un poco, un poquito de lluvia que no llega. Pero hermano, no quiero escuchar ni un atisbo de estas voces de adultos que ahora imitamos, quiero tu voz de niño, la que vivía conmigo en la misma casa, en la cama de al lado y después en el cuarto del piso de abajo. Quiero estar a tu lado sintiendo mi pelo cortito golpear contra mis orejas cada vez que muevo la cabeza de lado a lado, ¿Recuerdas? le pedí a papá que lo cortara intentando imitar el tuyo. Quiero jugar de nuevo a que somos adultos sin tener que dar la cara de los años que hemos pasado. Anda, ven, le pedimos a papá que arrejunte un poco de las hojas que han caído sobre el pasto y tu me retas a cualquier cosa: Un juego de niños. Encontrar la moneda, contar las hojas amarillas, me dices. Yo me entusiasmo con la posibilidad de vencer, de mostrarte más débil, y me arrojo como lo he hecho siempre, sin pensarlo dos veces, sobre la montaña de otoño. A pesar de que competimos, sé que tu saltas más tarde otorgándome un poco de ventaja. Al demostrarme capaz de la victoria, me estas cuidando. Yo, ganaré el reto cualquiera que me hayas puesto, y mi orgullo será tanto que no aceptare de buen modo los siguientes fracasos en los cuales tú ya no eres sólo un espectador y estás también compitiendo. Me enojaré, marcharé hacia casa con el ceño fruncido y la boca apretada, enojada de que tú, y no otro más bueno, sea mi hermano. En tu seriedad de siempre te quedaras afuera, con los bracitos cruzados sobre el pecho, esperando a que después de unos pocos minutos vuelva a buscarte para que sigamos jugando. Una, dos y hasta tres veces más me dejaras ganar disfrutando con mi alegría de vencedora.

Ahora cuando me arrojo en juego, cierro los ojos pidiendo que aún estés atrás cuidando la espalda y que papá haya apilado las hojas. Ahora, cuando siento que algo he ganado, volteo hacia los lados buscando tu aprobación cómplice. Tengo que decir que aunque parezco mucho más independiente, aunque me haya ido tan lejos, me emociona tremendamente la idea de que algún día decidas confesarme otro secreto. Ser yo quien debe guardar alguno de tus sueños o aligerar uno de tus pesos. Hoy el otoño me trajo a ti. Por la mañana pensaba: El otoño le pertenece a los arboles. Ahora pienso en ti y se me apachurra un poco el pecho como cuando hacia rabietas por tus victorias o por tus necios juegos de palabras: captacomprendepiensa. Ya no me voy a Japón sino que me quedo aquí imaginando nuestros brincos y planeando la próxima tarde que compartiremos.

Estamos, yo con mis cuatro y tu con tus siete años mirándonos con asombro, escuchando con voces que aún no nos parecen nuestras, contar historias que nunca habríamos soñado vivir. No fuimos al centro de la tierra, no eres un guitarrista famoso ni yo puedo hablar con delfines, pero nada está mal. Nos vemos adultos y nos reímos de lo feos que hemos crecido; la barba, las panzas, este pelo crespo. Eso seguro va a ser distinto, pensamos mientras nos sonreímos en silencio.

El otoño le pertenece a los árboles, pero el mío, hermano, recorre la memoria rojo y naranja lleno de tus risas.