por: Christa Faust (Traducción: Eric Ángeles Juárez)

¡Lencería!” Escarbó  en la caja arrojando corsés y sostenes por todas partes hasta que encontró la faja color durazno con su correspondiente brassiére cónico que no había usado en casi un año. Hizo espacio en el suelo, frente al espejo de cuerpo entero, y se quitó la camiseta holgada y las pantaletas de abuelita y comprimió su enorme trasero en el abrazo de la faja elástica. Era un atuendo apretado pero aún así se veía bastante bien, esculpiendo sus curvas y reflejando la luz en la tela satinada. El anticuado color durazno pálido combinaba con su rojo cabello irlandés y su piel pálida y llena de pecas; comenzaba a ponerse accesorios mentalmente. Abrochó rápido el  brassiére y deslizó sus manos por los tirantes: unas medias transparentes y tal vez unos tacones dorados de los años cuarenta. Perfecto. Junto con los otros dos vestuarios que ya tenía en su bolsa estaba lista para la reunión de último minuto de la mañana siguiente.
La toma era pan comido, una escena lésbica con un poco de fetichismo de pies y azotes ligeros. No sabía quién sería la otra modelo pero siempre le había gustado fotografiarse con Jimmy Randall. Con todo y la mudanza aseguraría un poco de dinero extra. Buscaba la bolsa de medias cuando le pareció escuchar un ruido cerca del recibidor. Quedó petrificada, la adrenalina la invadía, pero nada más sucedió y pensó que tal vez era sólo su imaginación. Era la primera vez en su vida que vivía sola, sin ningún compañero de cuarto o amante y, aunque se encontraba buscando algo de privacidad, aún se sentía embarazosamente nerviosa. El nuevo vecindario estaba en camino a convertirse en el nuevo lugar de moda, pero los alrededores aún eran peligrosos  y sin alguien con quien compartir la renta, era el único  lugar que podía costearse.
Se convencía a si misma de que aquel sonido no había sido nada mientras buscaba un par de medias que se correspondieran. Entonces un guante de piel rodeó su cara y la abrazó fuertemente, algo frío y filoso se deslizó hacia la vulnerable carne de su garganta. “Te mueves y te corto”, una voz profunda murmuró en su oído, “¿me crees?”. Katie capturó su imagen en el espejo. Detrás de ella, un hombre alto y negro, con ropa y guantes oscuros y una máscara de ski negra, sostenía una brillante navaja contra su cuello. Los dedos apretaron su cara con mayor fuerza y ella asintió. Un leve sollozo asfixiado salió de su boca.
“Te gusta presumir ¿verdad?”. Asomó la cabeza hacia la ventana descubierta “Pavoneándote frente a todo el vecindario”. Quiso decir algo convincente de cómo tenía las persianas justo ahí, que podía verlas, y de cómo apenas había llegado y no había tenido tiempo de montarlas todavía, pero todo lo que pudo hacer fue gemir suavemente contra su mano, calentando la piel con su respiración sofocada. “¿Qué tal si tú y yo montamos un pequeño show? Darles algo realmente bueno que ver. Te gustaría, ¿cierto?” Ahora su corazón latía tan rápido y tan fuerte que pensó saldría de su pecho y huiría temblando hasta la calle. El brazo presionaba tan fuerte las costillas que apenas podía respirar mientras la llevaba frente a la ventana y la doblaba toscamente sobre una pila de cajas; bajó la faja hasta la cintura.
“Voy a quitar mi mano de tu boca” Pudo sentir la respiración en el cuello “y será mejor que no escuche ni un mísero pitido, ¿entendiste?” Ella asintió. “Si gritas te juro por Dios que será el último sonido que salga de tu boca” Asintió de nuevo con los ojos cerrados y el acercó su mano enguantada a su boca. No dijo nada, sólo suspiró en una larga y temblorosa ráfaga. Él bajó el sostén de un tirón y apretó uno de sus senos expuestos. Se tragó un chillido cuando él pellizcó con fuerza el pezón hasta humedecer sus ojos. La otra mano bajó por su espalda y dio una nalgada a su trasero, exprimiendo la carne enrojecida, como probando su fuerza. Bajó el cierre con una mano, presionando la navaja aún más fuerte contra su garganta como para recordarle otra vez su presencia y la consecuencia de su disgusto. Entonces presionó la cabeza de su pene erecto entre los labios vaginales, disminuyendo la presión del cuchillo a medida que empujaba con más fuerza su miembro. Una lección. Elija uno.
Se dirigió muy despacio a la boca del coño, murmurando oscuridad, amenazas terribles contra la sensible carne detrás de su oreja, entonces, justo cuando estaba segura de que ya no podía aguantar un segundo más, la penetró abruptamente hasta llegar al fondo. Lo que debió ser un grito se convirtió en un cómico trago de saliva. Quitó la cara de la ventana: la vergüenza la invadió al imaginar que los vecinos podrían estar presenciando su humillación. La vergüenza se intensificó cuando sintió su cuerpo lubricar para él, entregándosele. “Te gusta eso, ¿no, perra?” Katie se retorcía y jadeaba, pero no había lugar a dónde ir: él se la cogía brutalmente y le hacía inclinar la cabeza que había tomado por el pelo. “No te me hagas la tímida ahora” dijo, y empujó su mejilla contra el vidrio helado. “Déjalos ver tu hermosa cara. Quiero que todos vean la cara de la putita del vecindario para que sepan a dónde venir por una cogida.”
Las cajas detrás de ellos empezaron a tambalearse y de pronto la caja de la cima cayó y regó todo su contenido a su alrededor. Katie perdió el equilibrio y cayó de rodillas; el pene del intruso salió y golpeó húmedo contra la hebilla de su cinturón. Un payaso de plástico rebotó en su bota y cayó a su lado, brillando y produciendo una extraña y demencial risilla electrónica. Katie miró a su atacante y se soltó a reír. “Porquería” dijo ella y pateó al payaso a través de la habitación. El juguete golpeó la puerta y rodó bajo una silla, aún riendo. El hombre la miró de soslayo y mantuvo su cara seria al menos diez segundos antes de que comenzara a quebrarse, desmoronada poco a poco, indefensa ante las carcajadas.  Se quitó la máscara de ski, sacudió su rostro y se frotó la cara con una de sus manos. “Bueno, tú eras la única que pensaba que esa cosa era bonita” dijo, mientras regresaba su pene de vuelta a los pantalones. “Supe que era el diablo desde el momento en que lo vi. “Lo siento, Malik” dijo ella.
La rodeó con sus brazos y se acercó a su cara para besarla. “Vamos nena” dijo “Vayamos a la habitación” y sonrió. “Ya armaste la cama, ¿verdad?” “Sí” sonrió ella tímidamente. “Y en cuanto a ti” caminó en dirección al payaso risueño y lo recogió. Presionó el interruptor y calló en mitad de la risa. “Tengo tres palabras para ti: Venta de garaje, hijo de puta” Katie le arrebató el payaso y lo protegió entre sus brazos. “¿Y ahora por qué le faltas el respeto a Binky de esa manera?”
Malik rió. “Sólo te gusta porque vibra.” Katie se metió el payaso entre las piernas y actuó algunos gemidos. “¡Oh Binky! ¡Sí, sí, hazme tuya, Binky!” “Eres incorregible”. Malik movió la cabeza de un lado a otro. “Estás celoso de la íntima relación que Binky y yo compartimos”. “Perra”. Malik tomó al payaso y lo arrojó hacia un montón de cajas. “Mejor mete tu culo en la cama ahora mismo. No me hagas ir por el látigo”.
“Oh no, el látigo no…” Los ojos de Katie brillaron. Él la levantó del suelo y ella abrazó con sus piernas el torso de Malik, besándolo ávidamente mientras la llevaba a la habitación. Tuvo algunos problemas con la perilla; ella recostó la cabeza en su hombro. Fue en ese momento cuando creyó ver por un instante una pequeña cara pálida en la ventana, bajo el alféizar. Pero Malik ya había abierto la puerta y la llevaba a la recámara haciéndole cosquillas con sus dedos cubiertos de piel: se olvidó de todo hasta la mañana siguiente.
Dos de los niños del vecindario vendían barras de chocolate de puerta en puerta. Tenían una caja de cartón y un letrero hecho a mano colgado de un carrito rojo propio de un cliché. Se trataba de extrañas barras genéricas con rayas blancas impresas sobre el nombre de la escuela.
Katie odiaba a los niños. La ponían terriblemente nerviosa, como pequeñas aves o serpientes revoloteando en la parte más baja de la visión, buscando un lugar para morder. Odiaba sus sucias bocas llenas de azúcar, sus asquerosas manos inquietas y sus voces chillonas. Su estridente autoimportancia y su habilidad para hacer que los adultos se rompieran la espalda para satisfacer cada uno de sus antojos, su anhelo caprichoso de cualquier atrocidad consumista que acaben de ver en la tele. No podía confiarse en ellos. En cualquier momento en que les dieras la espalda irían tras tus cosas, rompiendo y arruinando todo lo que tocaran. Ellos no eran nuestra brillante esperanza para el futuro. Ellos son nuestro Apocalypsis con pulgares opuestos.
Recordaba el pasado, intentando ignorar el ajetreo alegre y chillón cuando su nueva vecina salió detrás de la puerta. “Hola Katie” dijo ella “¿Cómo va la mudanza?”. Katie saludó con la mano, fingiendo una sonrisa al tiempo que se esforzaba por recordar el nombre de la mujer. Tenía treinta y algo, el cabello pintado de negro y un collar de un dado rojo. Su cuerpo masudo en forma de tubo rellenaba un vestido negro ceñido con adornos de cerezas y sus pies hinchados estaban atados a unas sandalias de marca. Tenía muchos tatuajes estilo neoamericana y, por supuesto, venía empujando una carriola con estampado de leopardo. De ella pendía una cosa roja sin ojos con una playera negra que decía “El pequeño monstruo de mamá”. Tania, Katie recordó de repente. Su nombre era Tania y el mono grasiento de su esposo, novio o donador de esperma con el copete y un collar del sagrado corazón en su cuello se llamaba Dexter.
“Bien pero aún falta” Katie planeó decir, seguido inmediatamente de “Nos vemos luego” e intentando desesperadamente parecer poco menos que una maldita. “Elvis está vendiendo dulces para la escuela” dijo Tania, mostrándole uno de los dulces y obligando a Katie a prestarles atención.
El niño, al parecer Elvis, tenía tal vez siete años, el cabello rubio y los dientes chuecos. Poseía una especie de horrible y adulante encanto que exageraba ahora que su madre había señalado su valiente aventura en los brazos del capitalismo. La niña era un poco mayor y parecía una uña recortada, con todos sus bordes y en extremo delgada, con el cabello café opaco desecho en pares desiguales de trenzas. Su cara era filosa y nada atractiva y sus ojos negros no perdían ni un movimiento.
“Bueno” dijo Katie a los niños. Quería gritar y correr del lugar, pero mantuvo su sonrisa como todo un salvavidas. “Saben bien y es para una buena causa” dijo Elvis y le dio una sonrisa de gusto, como un niño de comercial anunciando un cereal. “Sólo es un dólar” dijo la niña como si Katie fuera la más grande idiota de la Tierra si dejaba pasar esa oportunidad. “Genial” dijo Katie, buscando en su bolso y rezando porque tuviera un dólar. Les daría hasta veinte a los extorsionistas con tal de que la dejaran pasar.
Cuando encontró un billete de un dólar, se lo tendió a Elvis. La niña se lo arrebató inmediatamente y se había ido antes de que Katie pudiera parpadear. Con una sonrisa, la niña le dio a Katie la barra de chocolate. “Gracias” dijo Katie “Buena suerte en tu proyecto”. “Gracias” dijo Elvis y sonrió como un político. “Cuídate” dijo Tania y llevó la carriola bajo las escaleras. “Haznos saber si necesitas algo”. “Seguro” dijo Katie sacudiendo la mano ante la espalda de Tania. “Bueno” dijo la niña “¿No vas a comértelo?” Esto iba de mal en peor y Katie no parecía pretender dar la vuelta e irse. “Planeaba comerla después”.
Odiaba el estúpido e inquisidor sonido de su voz. De cualquier modo ¿por qué dejaba que estos pequeños abusivos la presionaran? Al momento en que Tania se fue, las falsas caras alegres se disolvieron y fueron reemplazadas por frías y hostiles miradas penetrantes. “¿Para qué comerla después?” dijo la niña. “Sí” repitió Elvis “¿Para qué comerla después?” “Sólo aléjate, Katie” se dijo a sí misma, pero en vez de eso comenzó a remover el seboso papel blanco. El chocolate de adentro estaba pálido y polvoso. Dio una mordida nerviosa y los niños sólo la miraban masticar. El chocolate estaba seco y desagradablemente dulce y le dejó un agrio sabor a aspirina. Dio un mordisco más grande, su cara de satisfacción no era tan convincente como la que Elvis había fingido.
Sintió que se iba a enfermar. Se forzó a tragar y luego habló rápidamente. “Ya debo irme, así que terminaré de comerla en el camino. Hasta luego” Dio la vuelta y huyó hacia la calle. Bueno, esa debió haber sido la escena menos convincente en la historia. Patético. Katie arrojó el repugnante chocolate a la basura y se reprendió a sí misma silenciosamente mientras caminaba los diez mil años luz hasta su auto. La noche anterior no había podido encontrar un lugar para estacionarse ni remotamente cerca de su nuevo departamento. Cuando llegó a su auto, se dio cuenta de que estaba un poco temblorosa. Paró un momento con la palma sobre la capota. Demasiada adrenalina. Los niños siempre la ponían nerviosa. El extraño sabor del chocolate de mala calidad seguía en su boca. Abrió la puerta del auto y buscó a tientas la botella de agua que siempre guardaba bajo el asiento. El agua estaba caliente y parecía intensificar el sabor agrio en lugar de quitarlo. Sus labios se sentían extraños y comenzó a sentirse mareada. Se sentó en el auto y unas lucecillas aparecieron poco a poco en su visión. Creyó escuchar un terrible y desgarrador sonido, como unas ruedas de metal torcido sobre concreto, e intentó sacar su celular de su bolsa, pero todo se le nublaba, no podía ver con claridad.
“¿Funcionó?” una voz murmuró a unos centímetros de su rostro. “Claro que sí, estúpido”. Las pequeñas manos la jalaron e inclinaron y ella ser resistió débilmente: sus músculos como una cuerda húmeda, inútiles. Ese horrendo sonido de metal  se escuchaba tan fuerte que sintió que venía de su interior y podía sentir los fríos filos metálicos cavando dentro de ella, luego, sin ninguna transición, se encontró recostada sobre su espalda en una alfombra mohosa. No podía moverse. También estaban las voces, discutiendo. “Así no, estúpido, tienes que meterlo todo” “Lo estoy metiendo todo” “Ponlo encima de ella”
Katie sintió un peso en su pecho y se esforzó por abrir los ojos. Aún no podía enfocar nada más allá de la pálida mancha amarilla en su pecho, pero percibía el olor de viejas envolturas de dulces y leche echada a perder y algo le molestaba entre sus piernas. “Mira, lo estás haciendo todo mal”. “No es cierto”. “Claro que sí”. “¡Que no!”. La molestia entre sus piernas se incrementó. Se sentía como si alguien hurgara al azar con su dedo meñique los labios de su vagina. “No está funcionando. Tenemos que hacer algo”. Luego hubo silencio o tal vez Katie se había desmayado; cuando volvió en sí seguía en el mismo lugar sobre la asquerosa y hedionda alfombra.
A cada pensamiento, su cabeza se sentía repleta de vidrios rotos y parecía que finalmente podía percibir sus alrededores. Estaba en un departamento de mierda en el sótano del edificio, desordenado con juguetes de plástico rotos en varios tonos de rosa y muñecas Barbie desnudas, sucias y con el cabello enredado. Había una caja de arena desbordante pero no se veía ningún gato. Las paredes estaban cubiertas con dibujos primitivos de gatos desproporcionados, monos hechos de palitos con martillos y siniestras figuras flotantes con cabello garabateado y bocas abiertas de color negro y rojo. En la mitad de todo esto, estaba el póster de una sexy estrella pop menor de edad y un calendario que mostraba una alegre escena de invierno de niños en sus trineos. El techo de estuco quebrado estaba cubierto con mugre y cochambre. El único mueble  era un sillón café hundido y le tomó un minuto a Katie darse cuenta de que había una mujer joven tendida entre los cojines llenos de grumos. Estaba desnuda bajo la bata abierta de poliéster. Su vello púbico alguna vez había sido afeitado en una línea recta pero ahora desbordaba insipiente. Su pelo era rojo teñido y sus senos estaban horriblemente aumentados hasta alcanzar el tamaño y la forma de dos balones de basquetbol. Tenía baba en la barbilla. Detrás de ella, en el suelo, había un ejército sacrificado de latas de cerveza y frascos naranjas de píldoras, al lado de una enorme bolsa de Cheetos y un poco de papel aluminio arrugado.
“Oye” dijo Katie a la mujer dormida. “Oye, ¿qué carajo está pasando?” la mujer no pareció escuchar mientras Katie intentaba sentarse. Fue cuando se dio cuenta de que estaba atada. Katie se sacudió en el suelo furiosamente, probando sus ataduras. Había estado atada mil veces antes en su vida, de mil diferentes maneras pero esta era la primera vez que era en contra de su voluntad y estaba aterrada. Intentó adivinar por qué estaba atada de piernas abiertas en el suelo, con cada tobillo amarrado a las patas del horrible sillón y ambas manos juntas, atadas a los barrotes de la ventana. Sólo podía moverse unos cuantos centímetros en cada dirección. “Oye, despierta” dijo Katie. Arrastraba las palabras y todavía se sentía lenta y estúpida, sin poder enfocar la mirada. La mujer seguía dormida, inconsciente y otra voz habló a su izquierda.
“Cállala”, Katie volteó la cabeza, sólo para obtener un arrugado y maloliente calcetín atorado en su boca. Elvis, el feliz niño de los dulces, le sonrió y empezó enrollar su cabeza con cinta de aislar. Estaba desnudo y lucía una pequeña erección del tamaño y la forma de un hongo de enoki bajo su pancita. “¿Y si tu mamá se despierta?” preguntó Elvis. La niña flaca se paró enfrente de Katie. También estaba desnuda. Su cuerpo parecía construido de palitos chinos contraídos y envueltos en una translúcida piel blanco azulada.   Tenía un espeluznante labial rosa embarrado en su boca de papel picado y su pequeño pubis sin vello se veía rojo e hinchado con un extraño brillo grasiento. Jugó con sus genitales ociosamente, jalando y torciendo sus labios vaginales como si  estuviera jugando con una goma de mascar mientras miraba por el hombro a la mujer dormida. “No lo hará” ella dijo.
“Está bien”. Elvis se paró detrás para supervisar su trabajo al tiempo que Katie se asfixiaba, aterrorizada con que podría vomitar con el calcetín atorado. Gritó y gritó bajo la mordaza. “¿Debo golpearla?” La niña miró a Katie, evaluando. “Golpea su cabeza con esto”. Le dio a Elvis una llave de tuercas. Estaba tan pesada que tuvo que sostenerla con ambas manos. Katie se retorció violentamente pero no tuvo modo de evitar el pesado golpe que cayó sobre su frente. El dolor nubló su visión y lleno sus ojos de lágrimas. “Mierda estúpida”. La niña miró la llave y la levantó sobre su cabeza como un martillo. El cuerpo entero de Katie se comprimió y apretó los ojos. La llave bajó como la ira de Dios, golpeando su cabeza y llenándola de estrellas y sangre. La negrura rayó sobre su consciencia y creyó escuchar: “Bueno, agarra esa cosa”.
Cuando volvió en sí por segunda vez, sintió un enorme y horrible dolor entre sus piernas. Su cabeza tenía una herida y había sangre en sus ojos pero cualquier cosa que estaba pasando entre sus piernas estaba cada vez peor, tanto que volvía a perder el conocimiento tambaleándose en el borde de su inconsciencia. Sus ojos no podrían enfocar pero sí distinguir a los dos niños desnudos agachados entre sus dos piernas atadas. Elvis metía algo dentro de ella, algo gordo y rosa –“¿un dildo?” Ella pensó –pero entonces lo sacó por completo y pudo ver su dedos rechonchos extendidos cubiertos de sangre. Era un brazo, un brazo de muñeca bebé. Parecía tener una esquizofrénica colección de objetos entre sus piernas. Algunas insondables partes de juguetes, algunos grasientos utensilios de cocina, casi todos ensangrentados. Empezó a desmayarse de nuevo; terror, dolor y disgusto, todo revuelto dentro de ella, sofocándola. “Así no le gusta”, Katie escuchó decir a la niña. “Le gusta así”. Katie escuchó una risa maniaca y electrónica y sus ojos se abrieron de golpe. Elvis sostenía a Binky el payaso.
Al tiempo que empezaba a forzar el vibrante payaso risueño que adornó el interior del coño lacerado, el dolor fue hecho a un lado por una onda de blanca ira caliente. Los pequeños bastardos la habían estado observando. Habían estado observándola con Malik. Más que eso, habían irrumpido en su nuevo departamento, su casa por menos de dos días, y habían robado su juguete. Era hilarante, horrible y surreal pero ahora estaba furiosa, terriblemente furiosa. Azotando duro y luego derrumbándose, inclinó hacia atrás su cabeza mientras las risas electrónicas se apagaron, la vibración agitada torturó la magullada y sangrante carne de su interior. Aguantó el dolor y miró la soga atada a sus manos y el punto en donde se unía a los barrotes de la ventana. La puerta de seguridad de la ventana tenía forma de diamante y había sido doblada de mala manera cuando alguien intentó irrumpir. Uno de los barrotes más bajos estaba roto, con una punta saliente en el borde. Una violenta esperanza surgió dentro de ella al tiempo que fingía estar inconsciente, cuidadosa y deliberadamente deslizando la cuerda en el filo roto.
“Esto es tonto” dijo Elvis, y sacó al payaso tembloroso fuera de ella. El volumen de la risa se triplicó y delgadas gotas de sangre se deslizaron sobre su barriga. “Mejor la matamos ahora”. La niña tomó el payaso sangrante y lo arrojó contra la pared. Crujió, por fin silenciado. Katie tomó un profundo respiro por su nariz operada y jaló la cuerda contra el metal rasgado tan fuerte como pudo. La soga se rompió y golpeó con sus dos puños unidos sobre la cabeza de la niña.
La niña cayó como una muñeca de trapo y Elvis dio un salto hacia atrás, con los ojos abierto y chillando como mono. Katie arrancó la cinta de aislar con sus dedos y escupió el asqueroso calcetín con un escalofrío de repulsión. Elvis se retrocedió contra la pared y se quedó parado estúpidamente mientras ella rompía la maraña de nudos hasta que sus manos quedaron libres, entonces se dedicó a liberar sus pies. Le dolía muchísimo doblar las rodillas y cuando tocó el cálido desastre ensangrentado entre sus piernas, gritó. La mujer en el sillón soltó algún sonido y rodó sobre sí misma: Elvis finalmente salió huyendo. Cuando Katie volteó hacia la niña pequeña, estaba arrodillada, buscando a tientas un tenedor de barbacoa. Katie agarró el brazo flacucho de la niña y la tiró al suelo. Estaba blanca como paloma, azotándose y chillando. Katie la tomó del cuello y comenzó a martillar su cabeza contra el suelo.
“¡Pinche, pinche, pinche, pinche, pendeja!” Gritó Katie, golpeando la cara de la niña una y otra vez hasta que sus feos rasgos se redujeron a una grumosa máscara roja. De hecho no recordaba haber agarrado el tenedor, pero de algún modo lo tenía en su mano y apuñalaba a la niña en la cara y en el cuello mientras gritaba “Pinche” una y otra vez hasta que la mujer en el sillón finalmente se despertó, tomó a Katie y la hizo a un lado mientras gritaba: “Candy, oh por Dios, Candy, cariño, ¿estás bien?”. Cargó el cuerpo ensangrentado de la niña contra sus implantes, sollozando al tiempo que Katie retrocedía, con las palmas abiertas, moviendo la cabeza de un lado a otro. “¿Qué le hiciste a mi bebé, maldita perra loca?” su voz era fuerte e imponente y la parte blanca sobresalía de sus ojos. “¿Qué carajo le hiciste a mi nena?” Katie se sintió fría y entumecida. Los residuos de la niña pequeña, con la cabeza deformada que bajó poco a poco mientras la madre la mecía, canturreando sin sentido. Katie se dio la vuelta y caminó, desnuda y sangrando, hacia la calle.
Asesina de niños toma una vida: Asesino de una víctima, declara el juez, Katherine Ann Reilly fue sentenciada a cadena perpetua por el asesinato de la niña de ocho años Cany Snyder. Controversial defensa la de la abogada Jenna Elroy que sostiene que su clienta fue de hecho una víctima, quien había sido usada y degradada en la industria del filme para adultos y abusada por su novio Malik. Johnston (foto de la derecha). Johnston es un notorio artista cuyo trabajo glorifica el estilo de vida de las pandillas urbanas y a veces representa perturbadoras imágenes de violencia contra las mujeres. Los vecinos reclaman tener un testigo de actos violentos perpetrados por Johnston contra Reilly de manera regular. Cuando la policía cateó la casa encontraron varios libros que abogaban un estilo de vida sadomasoquista así como varios instrumentos de tortura y dispositivos sadomasoquistas. el jurado fue forzado a ver imágenes pornográficas y videos hechos por la asesina en la que protagonizaba ataduras y torturas para el disfrute sexual de hombres pero la evidencia más espectacular y condenatoria, por supuesto, fue el testimonio videograbado de un niño de ocho años, Elvis Marshall, el segundo niño que pudo escapar milagrosamente del asesinato de Reilly. El niño explicó lleno de lágrimas, cada detalle terrorífico de cómo Reilly engañó a los ingenuos niños diciéndoles que los ayudaría a levantar su incipiente negocio y, en lugar de eso los forzó a entrar en un juego enfermo y perverso que terminó en el fatal apuñalamiento de la pequeña Candy Synder.
También fue profundamente útil el testimonio de Lisa Synder, mamá de la víctima.
Describió el horror de regresar a casa y encontrar a Reilly “en estado de trance”  apuñalando a la pequeña Candy una y otra vez con un tenedor de barbacoa.Cuando hizo a un lado a la asesina de su hija agonizante, Synder reportó que Reilly no reflejaba emoción alguna y que simplemente dio la vuelta y huyó completamente desnuda del departamento.
Claramente perturbado, la mamá de Elvis, Tanya Dankowitz (foto de abajo, consolando a la mamá de la víctima) dijo textualmente “No importa por qué lo hizo. ¿Qué si fue abusada? Nuestros niños son nuestro futuro y tenemos que protegerlos a toda costa. Pienso que ella debió obtener la pena de muerte”
El juez Marion J. Ritlower constató “Este tipo de pornografía violenta es una plaga en nuestra sociedad y casos como este son resultado directo de nuestras actuales actitudes liberales hacia la industria del filme para adultos. Es claro que algo debe hacerse.”
En una reciente publicación de la prensa, el presidente expresó “preocupación” y será reunido un grupo de expertos para evaluar estos llamados videos “sadomasoquistas” y determinará qué acciones deben ser tomadas para regular y con suerte eliminar esta mortífera amenaza para nuestros niños.
Katherine Ann Reilly es vigilada las veinticuatro horas por temor a que se suicide en la correccional para mujeres de Sybill Brand. Desde su arresto y durante todo su juicio, la asesina no ha dicho ni una sola palabra.

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