Un texto de Jochi Minh
A las abuelas nicaragüenses
María era un cadáver cuando fuimos a verla, es el único recuerdo que tengo de ella. Sé lo mínimo porque mi papá nunca habla del pasado. La vi postrada, olorosa a meados y a Baygon, sofocada por un tragaluz verde, en un cuarto ajeno. No me llevaron al entierro. Para María, la muerte no era ajena, en diciembre de 1972 anticipó la desgracia e intuitivamente llevó a mi padre a dormir con ella, evitando que más tarde una pared le cayera encima. Un terremoto destruyó esa ciudad para siempre, no sería la primera ni la última vez que las calles de Managua se alfombrarían con muertos, ni que un tirano se aprovecharía del dolor de la gente. El tiempo, como un zanate, roba nidos, nos separa; los fantasmas rondan nuestros sueños, les pertenecemos. Miles de cádaveres alimentan nuestras raíces. Nacemos huérfanas y cuando nos encontramos en lugares lejanos, nos reconocemos, como si pudiéramos olfatear el tufo heredado. María no volvió a Nicaragua, su cuerpo se quedó en mi territorio, alimentando las flores que somos, creciendo subterráneas entre las grietas del asfalto de las ciudades a las que huimos. Los tiranos se quedaron María, nosotras seguimos vivas.