Segundo Acto

¿Vas a ir?, inquirió impetuosa la prostituta. Asentí un poco inseguro. Adelántate al hotel, yo te sigo, ordenó indicándome el camino con un movimiento de cabeza. Comencé a avanzar sin saber bien a bien, si detrás de esa puerta de metal color negro era  un verdadero hotel o más bien fuera una trampa para los calenturientos como yo. Una vez adentro, dos o tres malandros aparecerían para desvalijarme en chinga. Nada de amenazas ni de piquetes metálicos en las costillas, sólo la  llave china bien aplicada al cuello y adiós, directito hacia la inconsciencia. Pero yo seguía adelante, ignorando las murmuraciones que decían: pinche caliente; ¡qué asco! metiéndose con esas, no tienen vergüenza; ¡no mames, mira el culo que se va chingar ese cabrón!… Yo hacía oídos sordos, porque tal vez esas voces emergían más bien de mi atribulada cabecita y no de los entrometidos que nos veían avanzar; sobre todo a ella. Y aun así, con mi inseguridad a cuestas, nada ni nadie me iba impedir conocerla con más profundidad.

Nos detuvimos un momento en la esquina de Topacio y San Pablo, hasta que el flujo vehicular se contuviera. La miré de reojo. Ella estaba a unos pasos de mí, se escondía un poco de las miradas inoportunas detrás de una caseta telefónica. El verde se iluminó y el policía pitó fuerte. Cruzamos la avenida. Los conductores miraban, incrédulos, a esa belleza avanzar por entre sus autos detenidos. Franqueamos la puerta negra del presunto hotel.

El interior tenía la apariencia de una vetusta vecindad que se  elevaba dos  pisos alrededor de un patio central donde se distribuían varias puertas enumeradas. La recepción era un cuartito con una ventana enrejada. Un hombre estiró su mano a través de los barrotes para tomar los cincuenta pesos del cuartucho y que la belleza me dijo que pagara. A cambio el recepcionista le deslizó un condón de la Secretaria de Salud, un pedazo de papel higiénico y un pedacitito de jabón Rosa. La chica tomó de entre una fila de tubos de lubricante vaginal, que estaban acomodados en la ventanita, el que tenía inscrito su nombre. Un tipo que estaba parado apaciblemente en el patio y sostenía su barbilla con la punta de una escoba, le indicó: en el tres, Morena. Fuimos al tres.

La humedad se sintió apenas abrió la puerta, encendió el foco y pude ver que el salitre escarapelaba la parte baja de las paredes. El bañito cochambroso tenía una fuga de agua en su tubería. Entonces un goteo interminable comenzó a escurrirse entre nuestras palabras.

¿Cómo te llamas?, pregunté. Tú dime Morena, respondió. Pero debes tener algún nombre, ¿no? Dime, Morena. Así te bautizaron o así te bautizaste. ¿Vienes a coger o a preguntar? Las dos cosas, a conocer tu nombre por ejemplo. Entonces dime como quieras. Pancracia. Como quieras. Dionisia. Como quieras. Dión, mejor, me gusta ese nombre. Dejó su bolsa de mano en lo que se suponía era un buró y después se acercó a cerrar la ventana y correr bien las cortinas. Había una cama matrimonial con el colchón combado y cubierto por una mugrienta y vetusta colcha, que alguna vez tuvo un estampado y ahora sólo eran unas imágenes borrosas y sin sentido.

¿Va a ser normal o desnudo completo?, preguntó en  tono profesional. El servicio básico, el de ciento cincuenta pesos incluido el hotel, por favor, dije educadamente. Me pagas, exigió y estiró la mano. Saqué de mi bolsillo un billete de a cien pesos hecho bolita y se lo alargué. Ella lo extendió y lo examinó con detenimiento, enseguida lo introdujo en su cartera. Chica precavida, pensé. Pude ver que esa tarde en definitiva le estaba yendo bastante bien, billetes rojos y verdes engordaban su cartera.

Desvístete, ordenó al verme con las manos en los bolsillos. Ella se acercó al botón de la luz y la apagó. Enseguida se sentó en la cama y  se fue bajando al mismo tiempo el pescador lila y su tanguita negra. Mi calentura no se notaba por ningún lado. Mi pene seguía imperturbable o, más bien, pasmado ante esos dos  fulgurantes muslos que se iban descubriendo. Comencé a quitarme la ropa lentamente. No se despojó por completo del pantalón ni la tanga, pues quedaron  arremangados  en uno de sus tobillos.  Se volvió a poner la zapatilla que se había quitado, se puso un poco de lubricante en su vagina y se sentó en la cama  a esperarme. ¿Ya?, preguntó impaciente cuando yo apenas me bajaba los calzones. Buscó el condón y lo sacó del envoltorio con pericia. Me jaló hacia ella. Entonces con el pedazo de papel higiénico comenzó a acariciarme allí. Pero nada de nada. ¿Siempre es así de chiquito o tienes mucho frío?, preguntó. Lo que pasa es que no se despierta porque es medio tímido, ya sabes, ni siquiera sabe tu nombre. Será medio pendejo, más bien. Y en ese momento le di la razón.

El hecho de que estuviéramos en medio de un cuarto nauseabundo, con una cama roñosa que quién sabe cuánto semen seco y extraño tuviera embarrado, con el cesto de basura lleno de condones usados, con la humedad salitrosa que poco a poco me fue enchinando la piel, con todo eso y toda la demás inmundicia que nos pudiera rodear, no eran suficientes motivos para que mi verga se negara a trabajar y pudiera entablar una relación más profunda con ese portento de mujer. Después de dos intentos fallidos por ponerle el gorro a mi flácida tripita, se rindió. Así no se puede, dijo decepcionada echándose hacia atrás. ¿Y no nos podemos besar?, digo para levantarme un poco el ánimo. Sí, cómo no, y no quieres también que traiga a una de mis amigas para que hagamos un trío, respondió  con sorna.

Supongo que se me esculpió un rostro monumental de triste imbécil, porque después de consultar su reloj ordenó, acaríciame un poco a ver si así se te para. Y mientras mis manos se animaron a deslizarse por su piel, le pregunté,  ¿y con tus  otros clientes es más rápido? Ajá, respondió, entran, se desnudan y ya la traen parada, les pongo el condón, abro las patas, se suben y luego, luego terminan; hay unos que apenas les pongo el condón y ya se vienen.

A

Mis manos se fueron deslizando hacia arriba, por entre sus muslos. En el momento que mis dedos  acecharon su vegetación púbica, me marcó el alto de un manazo. Traen sus manos mugrosas y quieren andar de tentón, dijo molesta. Si quieres me las lavo ahorita, ofrecí al instante. ¡No!, no me gusta que me toquen allí, además ya se acabó tu tiempo. Me quedé de a seis. Mis ciento cincuenta pesotes se habían diluido en un dos por tres. Pero si todavía faltan unos minutitos, le rogué, vas a ver que funciona porque funciona. Y decidí ponerme con propia mano el condón. Ella no me hizo caso y comenzó a vestirse. Al ser consciente de que aquello era misión imposible, le inquirí, ¿y si mejor platicamos para conocernos más? ¡Sale!, respondió emocionada, yo pregunto primero: ¿No se te para porque te la jalas mucho o porque eres medio puto?

Y cada vez que la iba a buscar la encontraba de perfil y con el cuerpo un tanto agazapado; siempre con el rostro inclinado. Podía estar revisándose las uñas o escudriñando las puntas de  su larga cabellera o platicando con su compañera de al lado o haciendo cualquier cosa, menos mirar de frente, mostrar a plenitud su hermoso rostro. Tratando de evitar las malas sorpresas; hasta en las noches que el peligro podía ser disimulado por la obscuridad.

El otro día iba al hotel pendejeando ¡y no inventes! mi tío venía caminando de frente, dice una Dión sorprendida. Que me meto de volada en la zapatería para que no me viera, pero se me hace que sí sospechó algo, porque al otro día me preguntó, ¿oye hija, en qué trabajas? Yo le dije lo que toda la familia sabe, que soy edecán de la cervecería Modelo. ¿Y si un día quiere ir a tu trabajo?, le pregunto. Conozco a una chava que me hace el paro, ella trabajó allí. ¿Y qué dices cuando vas a Sullivan y te estás toda la noche? Que  a veces soy mesera del Sanborns. ¿Y te creen tanta mentira? Yo digo que sí o si no ya me hubieran corrido de su casa. ¿Y si después tu tío regresa y se pone a espiar? Pues ya será de Dios, además es mi vida. ¿Entonces para qué tanta preocupación? Por mis padres, sonso. ¿Y si un día te dice que sabe tu secreto y a cambio de su silencio quiere algunos acostones? Lo mando a chingar a su madre. ¿Y qué culpa tiene tu abuelita? Para qué tuvo un hijo tan ojete. ¿Y sí es? No te estoy diciendo que vivo con ellos en Neza. ¿Neza? No seas mamón que tú también vives ahí. ¿Y en qué calle dijiste que vives? No te he dicho, nunca te voy a decir mi dirección. ¿Te has dado cuenta que muchas de tus colegas que no viven en hoteluchos viven en Neza?  Sí, por eso me voy a cambiar. ¿En serio?  Me voy a cambiar a Iztapalapa, ahora que vengan de Michoacán mi mamá y mis hermanos. Ya vi un departamento, hay más espacio. ¿No sabes que hay mucha inseguridad en Iztapalacra? Neza está igual. ¡Qué te pasa!, ¿no has oído hablar de la seguridad de la Benito Juárez? Ajá. ¿No me crees? Ajá. ¿Ya te vas? Ajá. ¿Ya se acabaron mis quince minutos? Ajá.

Y así todos los días que me alcanzaba el dinero para contratar sus servicios, dándome el avión, siempre tirándome a loco.

¿Ya te viniste?

¡Ya!

Por tercera vez, pregunta y respuesta son idénticas, con la misma presunción del cliente y con el mismo sufrimiento de la chica. “El pinche viejo no terminaba, yo le decía que ya me había venido desde hace un rato. Y gemía, le hacía como si yo disfrutara, pero ni madres, me dolía y un chingo. Y todavía el pinche viejo preguntándome si ya me había venido”. Había pasado la media hora por la que el cliente abonó, pero no eyaculaba. Así que decidió pagar otra media hora y acometer  nuevamente. “Y cómo la tiene grande y aguanta un buen, ahí me tienes otra vez a sufrir”. El “pinche viejo” nunca se vino, pero sí se fue satisfecho, con el ego inflamado y la vana ilusión de que es un “chingón cogiendo”. 


B

“Aquí se vienen a desahogar”, coinciden las prostitutas en referencia a sus clientes. Y el desahogo no es exclusivamente sexual sino inclusive sentimental. Es común que algunos hombres recurran al servicio por ambos motivos.  Así “el pinche viejo” acude con las prostitutas para satisfacerse sexualmente, pero también para pulir su falsa imagen de excelente amante. En su ignorancia, y en las de muchos otros, aguante y buen tamaño del miembro son los ingredientes suficientes para provocar una explosión de placer en la mujer. Y estas chicas, sabedoras de su papel,  le proporcionan la fantasía que alimenta su torpe vanidad.  Después de esa ocasión, aquella sexoservidora se niega a atender de nuevo al hombre. “El otro día estaba con mi amiga y que llega el viejo a preguntarle si entraba con él, según porque yo ya me había rajado y no le aguantaba el paso; mejor para mí”. Pero las negativas hacia “el viejo”, se multiplican. Después la amiga también se negará a atenderlo: “Es bien bruto”. Días después les revelará el motivo de sus constantes visitas: “Dice que su esposa ya no quiere  hacerlo con él”. Es comprensible, el viejo promete placer pero sólo proporciona dolor.   

En la zona de La Merced el promedio de tiempo en el sexoservicio es de quince minutos. Aunque muchos utilizan menos: pagan, se quitan el pantalón, les colocan el preservativo y enseguida arremeten sin ninguna sutileza. “Algunos son bien animales, pero ni modos te tienes que aguantar, es tu trabajo”, se queja una chica. Esto no incluye vejaciones y humillaciones parciales o totales que ocasionalmente llegan a padecer las prostitutas. “Me quería besar a la fuerza y no me dejé… ya ni acabó el desgraciado”. “Me tengo que poner bien lista porque luego te quieren chupetear y babear todo el cuerpo”. “Se puso muy chingón a amenazarme porque según no le cumplí. Yo le dije que se aventara y le empecé  a decir de groserías. Como vio que no le saqué ya ni dijo nada y se fue el muy puto”.

Sin duda, las chicas que se inician en el negocio del meretricio son las más vulnerables. Su inexperiencia las hace presa fácil de abusos y humillaciones. En su miedo y confusión se ven obligadas a aceptar todo tipo de propuestas: “Me decía que era judicial y que si él quería me llevaba a la delegación si no se la chupaba sin condón,  ni me pagó”. Otras, su anecdotario es más benévolo: “Nunca he tenido ni una mala experiencia, por eso cuando me preguntan por el precio y el servicio que doy, les hablo lo que es y me evito de problemas”. “Ayer vino un chavo, y me dijo que no quería sexo, que solamente quería hablar con alguien”, comenta un tanto sorprendida y complacida una chica recién desempacada de Puebla. “Me empezó a decir  que se iba ir a Nueva York porque sus hijos estaban allá…”, y un tanto emocionada concluye, “nos recostamos sobre la cama y que pone su cabeza en mi hombro. Sólo nos abrazamos, no hicimos nada; sentí bien bonito”.

D

La soledad abate a cualquier alma solitaria que deambule por esta infinita metrópoli. Y para esos atribulados espíritus están ellas. Los clientes saben que sólo algunos billetes les costará desahogarse, hablar, y, con un poco de suerte, ser escuchados. “Aquí vienen muchos a decirnos sus problemas, no hacen nada más, sólo hablar”. Como es natural, la soledad no distingue clases: “Hay un cliente que me da mil pesos y nos quedamos una hora sólo a platicar”. Las prostitutas de lujo (las que sus cuotas mínimas están por arriba de los mil quinientos pesos por hora) también ofrecen esa posibilidad: “Podemos tomar algunas copas juntos y así emprender una conversación agradable, que nos lleve a conocernos un poco más”, reza el anuncio por internet de una scort.

En tanto los clientes más modestos se conforman con agotar sus quince minutos de desahogos exprés en los cuartos de la Merced. Para ellas es un alivio éste tipo de servicio, sin el molesto ritual de la desnudez y la penetración, se aprestan a cumplir su otro papel: el de confidentes anónimas.

Son pocas, sin duda, pero hay mujeres que saben y se esfuerzan por brindar un buen servicio. Hacen volar la imaginación del cliente. Inflamarles su ego. Llamarles amor, a los gorditos y calvos que apenas pueden mantener su erección. Son aves raras, pero existen. Rebeca es una de ellas. Mujer alta, esbelta y de tinte rubio. Trabaje o no, su manera de vestir prácticamente es la misma. Jeans ajustados y blusas ceñidas. Su maquillaje es notorio pero sin llegar a ser exageradamente recargado. Lo único que me llama la atención es la diamantina que está esparcido alrededor de sus ojos, como si fuera una adolescente.  Pero Rebeca ya no lo es, tiene treinta y dos años, aunque aparenta un poco menos. Es madre de una hija de catorce años y un hijo de siete. Trabaja en la Merced, Sullivan y ocasionalmente es edecán para eventos de promoción. Siempre viste  sexy, según sus propias palabras. Y lo cumple sin llegar a ser vulgar. Le gusta que los hombres la admiren, admite. Y vaya que lo hacen. Mientras transitamos por la avenida Fray Servando Teresa de  Mier, los claxonazos dirigidos hacia su persona no dejan de irrumpir nuestros oídos. Imagino a esos hombres hoy por la noche, intentando hacerles torpemente el amor a sus esposas pensando en las bondadosas curvas de Rebeca.

En un gesto sorpresivo me toma de la mano y nos encaminamos a una cafetería. “Mi hijo se enoja mucho con los hombres que se me quedan viendo”, dice cuando ya estamos tomando un café en el Sanborns.  “Yo le digo que si no le gusta que su mamá se vea bonita y después de pensárselo un ratito él dice que sí, aunque no deja de enojarse de vez en cuando”.  Sabe usar las palabras, sin duda. ¿Será tan persuasiva con su cuerpo?, me pregunto. Rebeca  está consciente de que muchos de sus clientes la frecuentan no sólo para desahogarse sexualmente. No le gusta pensarse sólo como un simple receptáculo de semen. “Platico con ellos, les preguntó por la forma en que más les gusta hacerlo, me gusta ser alivianada y que se sientan cómodos cuando me vienen a visitar”. No son pocos sus clientes y sí pocas las chicas como ella. En un oficio donde el tiempo apremia es una extraña con sus maneras amables y generosas. Es evidente que no tiene proxeneta.  “Cuando estamos en la acción los acaricio, les digo cosas para que se exciten más, jadeo como si de veras me estuviera gustando”, explica. “A veces mis clientes se sienten tan complacidos por mi actuación que terminan por pagarme más”. ¿Y a poco siempre es actuación?, pregunto. “Claro, esto es un trabajo”, dice con un gesto de seriedad que termina en una risa. “Bueno, de vez en cuando no, hay algunos clientes que saben hacer bien su chamba. A veces hasta la hago de sicóloga, bueno es un decir, pero algunos de mis clientes solamente llegan a platicar, a contarme de sus problemas. Los escucho y si me preguntan les doy mi opinión.”  Cuando llega la hora de marcharnos me arrebata la nota y dice que ella invita hoy, que para la próxima me toca a mí. Vaya que es alivianada me digo cuando la veo pagar.

E

Se pueden observar hombres con muletas (afectados por la poliomielitis o sin una pierna), ciegos tanteando con su bastón el camino hacía el hotel (¿cómo elegirán a su chica, la voz, el aroma…?), enanitos cargando las recientes compras en bolsas más grande que ellos mismos, obreros con la mugre del trabajo en las uñas, inmaculados hombres de traje y portafolio, ancianos de espaldas encorvadas y lento caminar, asesinos discretos… Todos entran con ellas. Aquí no existe la discriminación. Cualquiera tiene derecho al placer, previo pago. En el libro de la fotógrafa Maya Goded sobre la prostitución en la ciudad de México, Plaza de la Soledad, hay una reproducción conmovedora: Prostituta y cliente están  acostados sobre la cama. Ambos son ancianos, en sus semblantes se refleja  ternura, felicidad. Son veinte años en los que se han frecuentado regularmente. Para uno que le da por curiosear historias ajenas, no deja de ser imperioso preguntarse por los detalles de vida de estos espléndidos personajes de novela. 

Pero más allá de los alucines literarios se encuentra la dura realidad. Varias de estas mujeres son plenamente conscientes de su función. “Las sexoservidoras tenemos un papel social”, comenta con voz segura una de ellas y quien trabaja en la Merced, “muchos clientes que nos visitan no saben ni qué es un condón y ni cómo se pone, aquí aprenden”. Otras se ubican por sobre la mujer común y expresan su ventaja: “Nosotras estamos mucho más limpias, el ginecólogo nos examina cada dos meses, mientras que las que no se dedican a esto casi no se hacen revisiones médicas, pensando que sus maridos son unos santos”. Y enfoca su utilidad social en otro aspecto: “Imagínate cuántas violaciones habría si no existiéramos”.

G