por: Ramis

Estamos a punto de ingresar en uno de esos recintos en los que todos se mueren por entrar pero procuran resistirse a sus impulsos: uno de tantos tianguis eróticos, mejor conocidos como sex-shops. Una cortinita de cuentas rosadas nos da la bienvenida e inmediatamente después de cruzarla nos recibe un olor dulzón, como a fresa y melón, que seguro pretende incitarnos a dejarnos llevar por nuestros más salvajes instintos. Una señora detrás de un mostrador nos sonríe maliciosamente. Parece una de esas maestras de primaria que disfrutan de “reglear” a sus alumnos (y podría casi asegurar que el gran parecido no es pura coincidencia). Le decimos que sólo entramos para ver y comenzamos nuestro deambular por la tienda.
          Lo primero que nos llama la atención son unas muñecas inflables de bolsillo (“¡las muñecas inflables más pequeñas del mercado!”, reza el paquetito). ¡Cómo no! Para aquellos largos viajes en camión, como sustitución de alguna horrible película de eructos gringos. Y al lado, los siempre útiles vibradores (también de bolsillo, por supuesto), siempre listos para hacer sobrevivir a las chicas alguna cena familiar aburridísima (“¡Niña, deja de poner los ojos en blanco y termínate tu sopa!”).
Un poco más allá, nos sorprende un kit completísimo para realizar un picnic sexual en el campo: cucharas y tenedores con la punta en forma de falo, mondadientes con el mismo acabado (como preparación para cuando uno verdadero tenga que hacer su entrada triunfal) y una especie de mamilas con terminación de glande (¡ideal para aquellas desafortunadas chicas cuyos novios no pueden eyacular agua de jamaica!).
Nuestra siguiente parada es el estante de dildos. Los hay para todos los gustos, desde aquellos para las que gozan de una pequeña pirinola oriental hasta otros para las que prefieren un orgasmo a la Drácula (con empalamiento, pues). Después de observar algunos de desmesuradas dimensiones, nos alejamos avergonzados, con paso de vaquero, con la intención de demostrar que no tenemos nada que pedirles a aquellos monstruos de silicón.
Al llegar a la sección lésbica, nuestro ego se ve profundamente lacerado: sólo se necesitan unos cuantos centímetros de plástico adheridos a un cinturón para reemplazarnos plenamente y hasta con creces (cuando a veces he intentado vibrar a tan altas velocidades, lo único que he logrado es un agudo dolor de cabeza).
Antes de concluir nuestra visita, nos adentramos en el departamento dedicado al placer anal. Resulta maravilloso percatarse de qué tan moldeable puede ser nuestro recto. Después de unos minutos de bolas de metal atadas unas a otras, de cilindros con pelitos tiesos en la punta y de increíbles tubos con cúspide giratoria, recordamos con una sonrisa aquel Récord Guiness del hombre que se metía decenas de pelotas de tenis en la boca.
Finalmente, felices de haber traspasado nuestras propias fronteras, salimos de nuevo al mundo real, masticando golosamente unos deliciosos condones sabor manzana.