Una mirada a expresiones del mito heroico y de “pueblo elegido” que tienen de sí mismos los estadounidenses, en concordancia con las múltiples intervenciones de sus gobiernos.

Una columna de Marco Antonio López.

La construcción mítica de Estados Unidos de ser un pueblo elegido y garante del progreso de la humanidad ha traspasado los umbrales del tiempo y actualmente permea la vida de nuestro país.

El héroe sería quizás la palabra que mejor describiría, para sí mismo, a un estadounidense, con respecto a los habitantes de otros pueblos. Nuestros vecinos del norte lo han plasmado de ese modo en diversas formas de expresión, como películas, series televisivas o historietas. Baste decir que los superhéroes más famosos tienen su origen en el país de los burritos y el pie de manzana. ¿Cuántas veces no nos han salvado de invasiones extraterrestres, amenazas bacteriológicas u objetos espacia-les gigantes que nos aplastarían la cabeza –y todo lo que hay debajo de ella- a todos? O, ¿cuántas veces no han llevado –garrote en mano– la seguridad, la paz, la libertad y la justicia allende sus fronteras? Por lo que bien puede decirse que el pueblo estadounidense tiene una imagen “real” de sí mismo que con cierta frecuencia la traduce en historias ficticias. Otras veces, esa imagen la convierte en historia, pasando la factura a otro pueblo, y a más de uno en ocasiones.

Es sabido de sobra el papel que EE.UU. se arroga a sí mismo como gendarme mundial, como garante de la paz o adalid de la democracia. Este mito construido –todos los son– tiene su origen en, por lo menos, los albores de su nación. En efecto, desde sus primeros años de vida independiente, George Washington expresaba al pueblo estadounidense que su país era un creciente imperio que debía buscar la hegemonía para ejercerla “benévolamente”, como se ha visto hasta ahora; algo similar hacían sus compatriotas Alexander Hamilton, Thomas Jefferson y John Jay en los mismos años, poniendo a su nación como ejemplo y faro mundial designado por Dios y su Providencia. Años más tarde esta línea de pensamiento se continúa, primero en la doctrina Monroe y, después, en lo que se conoce como Destino Manifiesto que, apo-yado en el Federalismo, justifica su expansión por toda América, ya que esa era la misión que Dios había elegido para ese pueblo, de acuerdo a los defensores de aquella doctrina. Pero además, ya habían utilizado un argumento para anexarse la Florida, mismo que se extiende hasta hoy: “las inmutables leyes de autodefensa”; y también para escabecharse a los Cherokees de Georgia.

La nación norteamericana adoptó rápidamente esta amalgama de ideología y dogma religioso, y uno de los primeros países en averiguar empíricamente de qué se trataba fue el entonces –como ahora– aporreado México, durante el conflicto armado en el que se le arrebata la mitad de su territorio, aunque ellos le llamen eufemísticamente “cesión mexicana”. Desde la anexión de Texas, los estadounidenses entendieron que se le podía sacar provecho económico y político a su doctrina, así que no dudaron en ponerlo en práctica. Para entonces ya había comenzado a sentar sus reales posaderas en la identidad estadounidense la idea de considerarse un pueblo elegido, como en otros momentos lo consideraron los judíos, los alemanes o, incluso, los chinos. Años más tarde Theodore Roosevelt expresaría sin tapujos que EE. UU. debía hacer sentir su influencia de modo global, y que si sus intereses chocaban con los de otras naciones, ellos tenían la “obligación” de utilizar la fuerza para prevalecer.

Después de este molón histórico, se puede advertir que “las barras y las estrellas” siguen andando con las mismas explicaciones y justificaciones para meter sus narizotas en otros países (Honduras, recientemente), para “salvar” a otros pueblos de tiranos y dictadores (Irak es buen ejemplo), para llevar el progreso y la ayuda a otras naciones (como en Haití) o para hacer del mundo un lugar más seguro (léase Afganistán) y aunque no todos los estadounidenses pueden estar de acuerdo en esta actitud, lo cierto es que ella ha traído consecuencias poco gratas para varios de los demás condóminos terrenales, con la factura de más de trescientas intervenciones a lo largo de la historia yanqui. No se intenta decir que este imaginario de héroe explica por sí mismo las tropelías del Tío Sam, pero sí que, siendo real, de él se han asido diversos gobiernos estadounidenses para legitimar ante su pueblo y ante sí mismos sus acciones.     

Como ya se ha dicho, México ha sido uno de sus clientes más allegados, tanto que ya le dan calendario cada vez que ello pasa. Es cierto, y ello se comprueba no sólo por el conflicto de 1846 a 1848, y sus andanzas en la invasión de Veracruz en 1914, la de 1916 que pretendía capturar a Villa y sus amenazas durante los años 20 y 30; sino que el país de la achocolatada Blanca Casa vuelve la mirada sobre nuestra vapuleada nación una vez más, ahora con un ropaje más sofisticado –si es que eso existe–, (in)vestida de Iniciativa Mérida y de la Guerra contra el narcotráfico, lanzadas o avaladas por su representante de negocios que actualmente tiene sus oficinas en Los Pinos, y que ha dado en denominarse a sí mismo presidente de la Re(im)pública Mexicana. Efectivamente, el calderoncito, señor de los holgados uniformes militares no puede mostrarse más complaciente a las pretensiones de la “Seguridad Nacional” (o “las inmutables leyes de autodefensa”, si es que nos ponemos nostálgicos) argumentada por sus patrones, dentro de las cuales se inscriben el control de los recursos estratégicos de la nación mexicana y de sus diezmadas instituciones, atentando ambos –Calderón y EE. UU. en contra del bienestar de todos los mexicanos. Claro que El señor de la guerra no podría hacerlo solo, necesita quien alcahuetee sus disparates, para lo cual los demás Poderes de la Unión y alguna que otra fuerza política están haciendo un buen trabajo.

Pedro Miguel (La Jornada, 10-02-2011) decía que “hace medio siglo, las izquierdas, el centro y hasta las derechas convergían en una animadversión (…) hacia Estados Unidos que se originaba, respectivamente, en el antimperialismo, en el nacionalismo revolucio-nario y en el rechazo católico y castizo al protestantismo anglosajón” y que “a lo largo de la historia de México como nación independiente, las más graves y abundantes amenazas a su seguridad, integridad y soberanía han provenido del vecino del norte.” Pero ahora casi la totalidad de la denominada clase política coincide en lo contrario, en entregar el país a manos estadounidenses, en abierta traición a la nación mexicana. Una intervención en México por parte de Estados Unidos no es un escenario fantástico o ficticio, es una realidad manifiesta en la actuación de personal de agencias estadounidenses en territorio mexicano, en la mencionada Iniciativa Mérida y Guerra con el narcotráfico, por ejemplo. El uso de la fuerza no es impensable tampoco, ya que al replan-tearse la Doctrina de Seguridad Nacional, esta atribuye a EE. UU. el derecho a intervenir militarmente en países donde tenga intereses petroleros.    

Si bien no es descartable que en un principio haya habido dirigentes políticos del país del norte que creyeran de verdad que Dios les había encomendado una misión –ya que Él solo no puede con toda la chamba–, es verdad que detrás de ese mito de pueblo elegido se esconden, por lo menos, dos asuntos trascendentales: primero, que ese mito, como dice Joseph Campbell, cumple la función social de validar el orden establecido, en este caso el intervencionismo de los Estados Unidos; se-gundo, que debajo de ese intervencionismo –se justifique como se justifique– hay profundos intereses geopolíticos y económicos, mismos que hoy son puestos de relieve en nuestro país y que están llevando a México, con la complicidad de casi todos los políticos, al peor desastre de toda su historia.