por: Ulises Granados
Ahí está Lucía, sentada a unos pocos metros de mí; me observa de cuando en cuando con la ansiedad más evidente que le he conocido en la vida. No sé qué podríamos hacer en éste momento además de permanecer callados e intercambiar miradas, mientras terminamos de comer y escuchamos cómo cruje el aire alrededor de su cuerpo incendiado. Y, debo decirlo, yo también estoy inquieto como nunca. ¿Cómo debería sentirme ahora?, ¿amado, temeroso, desenfadadamente libre de culpas y obligaciones como un moribundo cualquiera? Apenas puedo creer que tengo mis dudas sobre lo que pasa por su mente ahora que estamos en este lugar, en esta casa deshecha por el fuego. Sé que ésta es la habitación en la que ella solía dormir porque no tiene techo, porque ella parece estar cómoda ahí, acostada sobre el piso, pero no sé distinguir su estado de ánimo si no es por su voz. Y ambos guardamos silencio, esperando que anochezca.
Cuando nací, Lucía ya estaba cubierta de fuego. Le brotó a los siete años mientras dormía con papá. Quemó la colcha y el par de almohadas con las que quiso apagarla; calentó el agua en que la sumergió; corrió a lo largo y ancho del patio por horas mientras papá se deshacía de los muebles, las cortinas, la alfombra, y cuando se percató de lo que faltaba, de por qué se deshizo de ello, bajó la mirada hacia el suelo donde unas pequeñas manchas ennegrecían los pasos que dejaba. Frunció el rostro para no llorar. Algo de felicidad le regresó en cuanto descubrió los bombones quemados. Luego papá tuvo que deshacerse de parte del techo para que Lucía pudiera dormir sin que se encerrara el humo y, finalmente, se mudaron a un lugar menos concurrido después de que se quemara la casa por una fuga de gas. Nadie habla ya de la muerte de mamá, menos enfrente de Lucía. Papá prefirió salir de la casa conmigo en brazos (nadie le reprocha nada, aunque a veces me mire con ganas de culparme por haberse quedado sin casa y sin esposa). Al menos así me lo contó una infinidad de veces.
He visto la cara de mi hermana en las pocas fotos de sus primeros cumpleaños que sobrevivieron al incendio, a diferencia de mamá, y cada vez que las observo me da la sensación de estar frente a los retratos de alguien a quien me hubiera gustado conocer algún día. Recuerdo una de esas fotografías en especial. Lucía parece estar tan alegre sentada en las piernas de mamá; y mis primos la ven con asombro, como si no entendieran su tamaño. Papá la tomó, así que puede verse una parte de su dedo invadiendo la imagen, como en la mayoría de sus intentos. Terminé estudiando fotografía para poder corregir a mi papá en algo.
Afortunadamente tengo muchos otros recuerdos con mi hermana, recuerdos que no tienen que ver con su rostro: su olor a canela tostada, la fogata que era mientras hablábamos en la azotea, el agua tibia alrededor de ella cuando nadábamos.
La primera serie de fotografías que conseguí tomar satisfactoriamente fue de ella mientras nadaba: Oleaje en llamas o fogata imposible. Las tomé durante unas vacaciones. Las flamas amarillentas y rojizas que se alzaban por encima del mar nocturno, junto con el humo que despedían, daban la ilusión de un pequeño bosque flotante que brotaba de su cuerpo y se perdía entre sombras y reflejos de la luz lunar. Debo agradecer a esta serie que al concluir mis estudios consiguiera un trabajo fuera del país con gran facilidad.
La noche antes de que me fuera de la casa, Lucía y yo caminamos por más de dos horas por calles sin importancia. Conversamos lo menos posible. Yo tenía veintitrés años, ella treintaidós. Hablamos muy poco y al final insistió en darme un beso en el hombro (la cicatriz que me dejó es pequeña, como sus labios), para no marcar mi mejilla. Nos mantuvimos en silencio casi todo el regreso a casa, salvo por un momento en que me detuvo para decir:
−Me estoy consumiendo–como si esperara que yo hiciera algo para ayudarla, como si estuviera en mis manos.
Y luego siguió su camino a prisa, sin voltear a verme, inmediatamente arrepentida de confesármelo. Nunca había reparado en ello, pero me perdí de la vida de mi hermana por vivir la mía.
En la mañana salí lo más temprano que pude para evitar una despedida más difícil de manejar que la sucedida la noche anterior.
Me extravié muchos años y fui feliz lejos de mi familia.Traté de conformar otra con menos cargas, pero no dejaba de pensar en lo que me dijo Lucía. Le escribí cuantas cartas pude con el deseo de que algo hubiera cambiado, de que papá me contara por lo menos una vez que mi hermana salía con alguien o que había ganado un poco de peso desde que me fui, que había ido a nadar a la playa, a caminar por calles cada vez más importantes para ella, de que me dijera te escribo ahora que tu hermana no está porque tengo tiempo… tenía mucho de no verla tan feliz. Pero eso nunca pasó, en su lugar, papá me contaba de sus deudas, de Lucía solitaria o trabajando en esto y aquello, de que ya habían tenido suficientes problemas con la gente alrededor de ella, conmigo ausente.
Poco me importó. Volví porque fracasé como fotógrafo y me cansé de intentarlo, ya muy tarde, ya que no tenía a donde más ir y había envejecido notablemente. Me tuve suficiente lástima para volver al lugar de donde salí y esperar que me recibieran con los brazos abiertos. Nunca dejé de sentirme como un cobarde por irme en cuanto pude, menos aún ese día que llegué cabizbajo.
Acepto que no todo estaba mal. Papá me enseñó periódicos llenos de artículos sobre mi hermana, videos grabados de los noticieros en los que hablaban de ella y fotos que había tomado de Lucía en estos años y de su dedo. Ella, mucho más calmada, me recibió bastante alegre, aparentemente no me guardaba ningún rencor:
−No conozco persona alguna que se hubiera quedado–me dijo con el afán de reconciliarme conmigo, pero Lucía conoce bien a poca gente.
Así que en cuanto llegué a casa, retomamos algunas de las cosas que hacíamos juntos: caminamos por la noche a lo largo de calles que yo ya no identificaba (ella parecía un pequeño sol noctámbulo a punto de esfumarse); dormimos un par de noches en la azotea; miramos el mar sentados sobre la arena. Y volví a tomarle fotos. No eran ni la mitad de buenas que la primera serie, sin embargo, la notaba feliz. Me acordé de la foto con mamá y le pregunté:
−¿Qué harías si te abrazo?
Permanecimos callados mucho tiempo antes de que me dijera cualquier cosa.
−No te soltaría.
No quiero decir a quién se le ocurrió hacer el amor, pero a los dos nos pareció una buena idea.
La última vez que hablé con papá, me pidió que me sentara con él a ordenar todas las cartas que escribí mientras viví fuera. Como se detenía a leerlas cuidadosamente conforme las guardaba, nos tomó varias horas. No supe cómo despedirme de él.
Parece que Lucía acostumbra venir a esta casa. Las quemaduras en la puerta principal y en las paredes se ven recientes. Además, el aroma que deja es inconfundible y persistente. Ahora lo disfruto bastante y no quisiera que un día dejara de oler así, aunque tarde o temprano suceda.
En la sala están colgadas algunas fotos de Oleaje en llamas… y la foto de Lucía sentada en las piernas de mamá.
Sus piernas adelgazaron mucho en este tiempo, incluso ha perdido algunos centímetros de estatura y partes de su cuerpo ahora brillan como brasas fatigadas. Detrás del fuego apenas se perciben la figura de su cuerpo y algunos rasgos del rostro: su nariz delgada, la quijada afilada, la forma del cráneo, los senos todavía firmes y redondos, las piernas enjutas. Se ha consumido a lo largo de todo este tiempo, pero ya no hablamos de eso, sólo esperamos que oscurezca por completo. Nos gusta el cielo estrellado.
Quiero seguir adelante a pesar de mi cuerpo flácido, avejentado, quiero continuar aunque me da vergüenza desnudarme para Lucía con este cuerpo cobarde.
No dejo de acariciar la cicatriz en mi hombro para decidirme. Sería más fácil si dejara de mirarme.→