Una columna de Hugo López Araiza Bravo
Si mi memoria no me falla, en mi corta vida he sobrevivido a tres fines del mundo. Estuvo el del cambio de milenio, que en el 2001 repitieron a causa de un debate propio de secundarianos emocionados con las matemáticas (honestamente, hay que ser muy párvulo para discutir airadamente si el siglo comienza en el cero o en el uno); ahí van dos.
El tercero fue este 21 de mayo, pero al final lo aminoraron y pospusieron hasta octubre: en vez de destrucción flamígera todos los santos del mundo fueron arrebatados hacia los cielos (se apresuran los que lo descalifican por falta de evidencia, la cantidad de santos en el mundo de seguro era lo suficientemente pequeña para pasar desapercibida). Así que, por lo menos, me quedan dos más: el citado de octubre y el mediatizadísimo de diciembre de 2012. Si para enero del 2013 todos seguimos tan tranquilos, voy a tener cinco en mi cuenta. Nada mal para una frase de ligue: “Hola, nena, sobreviví a cinco fines del mundo.”
Y no es para menos. Hay una sensualidad implícita en la supervivencia, una afirmación de la vida tan potente que requiere reproducirla. Los sobrevivientes tienen que luchar, sudar, ensuciarse y derramar un poco de sangre para ganar su derecho a seguir existiendo. Tal derroche de violencia trae necesariamente a cuento la otra violencia, la erótica, que también implica lucha, sudor, suciedad y a veces sangre. Para ello no hace falta más que ver una película de zombies. Invariablemente, los protagonistas se lanzan unos sobre los otros apenas logran sa-carse a los no-muertos de encima. De ahí viene el argumento más socorrido de la crítica contra este exitoso género cinematográfico. Se imaginan a sus adeptos como violentos erotizados, como peligrosos irresponsables. Si analizamos el mundo de fantasía que se ofrece podemos darles parte de razón. Los zombies son el enemigo perfecto: lo suficientemente humanos para que la violencia sea sublimante y lo suficientemente deshumanizados para que esté justificada. Además, en un mundo destruido, ya no hay trabajo enajenante; se vive el día a día, saqueando los supermercados abandonados y cazando a cuanto animal quede con vida. Finalmente, sólo quienes lo merecen, sobreviven, así se forma todo un marco de virtudes apocalípticas: el superviviente sabe trabajar en equipo, pero es desconfiado; tiene fuerza bruta, pero sabe cuándo huir; es ingenioso, pero en un sentido práctico. Por supuesto, siempre nos imaginamos que nosotros lo lograríamos.
Ciertamente hay parte de razón en esto: muchos aficionados a los zombies están buscando la “vida fácil”, van por la aventura. Pero hay algo mucho más profundo en esto del fin del mundo. Acudamos de nuevo al cine, ahora a lo post-apocalíptico. En los 80s teníamos a Mad Max tirando balazos mientras levantaba el polvo en las carreteras de una Australia deshecha por un cataclismo nuclear. Ahora tenemos The Road. Hay algo diferente en esta película. Nadie sonríe. Los “malos” son tan humanos como los protagonistas, están igual de desesperados. Porque no hay esperanza para nadie. Una de las escenas más devastadoras tiene a los dos personajes caminando a través de un bosque que se cae sin razón aparente. Los árboles simplemente están muriendo. The Road nos dice que nos va a ir de la chingada, que el fin durará más de lo debido y que no habrá sobrevivientes. Es el peor mensaje que podemos recibir, pero seguimos fascinados. Pues la nuestra es la gene-ración del fin del mundo, estamos dispuestos a perecer con tal de que todo se acabe. Lo que no podemos soportar es que el mundo se mantenga igual. En el fondo es cuestión de la desesperanza que traen decenas de revoluciones fallidas. Como dice el filósofo Slavoj Žižek: “La paradoja del mundo contemporáneo es que se nos hace más fácil creer que el mundo se va a acabar que imaginar un sistema diferente.”