La Orgullosa Nación Triqui

Fotos por: Yves Sadurni

 

Bajo el acecho de los cuernos de chivo


La comunidad triqui de Rastrojo

Mientras avanzamos, miro las imponentes laderas que nos rodean y pienso, de por allí se asomaron los cuernos de chivo vomitando plomo. Nuestra camioneta serpentea un camino agreste que desciende a las comunidades triquis de San Juan Copala, en la Mixteca Alta de Oaxaca. Miro los árboles que erizan el dorso de las montañas por un lado y, por otro, laderas devastadas por la tala y la roza de los campos de cultivo. ¿Cómo se escucharán las balas calibre 7.62 mm irrumpir en la inmensidad de este paisaje? Esos disparos con alcance de más de 3 kilómetros, ideales para asesinar con toda impunidad desde la lejanía. “Allí te venadean nomás de gusto”, “se tirotean de un cerro a otro”, “son pobres pero tienen sus cuernos de chivos”, me advirtieron cuando preparaba mi viaje.

 

Así sucedió el 8 de junio del 2010 con una caravana de activistas en derechos humanos que llevaban víveres a San Juan Copala, sitiado por las AK-47 de sus adversarios. Esa tarde Beatriz Alberta Cariño Trujillo y el finlandés Jyri Antero Jaakkola murieron por los disparos provenientes de las lomas cercanas. “Venadeados”.

Aquí, en esta ardua tierra se está gestando una de las proezas más significativas del México actual, ese México lleno de miseria y extrema violencia. Los protagonistas son un profesor de nombre Sergio Zuñiga y sus entusiastas y curtidos pupilos: los niños triquis. Ellos están resignificando el valor de ser indígena, denominativo tantas veces utilizada tan sólo para insultar. Ya no más. Ahora, ser triqui es ser un triunfador.

La miseria en la montaña


 

La etnia triqui, con alrededor de 36 mil habitantes, se asienta sobre las escarpadas montañas de la Sierra Madre Occidental, al noroeste de Oaxaca. Desde hace casi 70 años viven una feroz disputa interna, casi ininterrumpida, que ha costado un sin número de vidas. El origen de sus desavenencias se diluye en la oscuridad de los años, sólo las balas y los machetes como forma de zanjar las disputas sobrevive. Aquí las historias de crueles y extravagantes asesinatos, venganzas perpetuas, refugiados y eterna pobreza, abundan. A estas tierras no entra cualquiera, quien lo intenta sin invitación lo hace bajo su propia responsabilidad.

Sin duda no llegará lejos.

Entre los árboles y los solitarios parajes aparecerán hombres que le atajarán el paso. ¿A qué vienes? ¿A quién buscas? ¿Quién eres?, le inquirirán. Armados discretamente con pistolas bajo sus ropas o de una vez ostentando sus cuernos de chivo, por lo menos lo regresarán sobre sus pasos. Aquí ni siquiera la policía se atreve a ingresar, y si lo hace es en caravanas bien pertrechadas. Aun presenciando los tiroteos desde la lejanía, no entran, pareciera que los triquis muertos no importan, o peor aún, pareciera que esperan que se acaben entre ellos de una vez. Después de todo son “indios”. Incluso el ejército, en los años 60s, envió una avioneta a ametrallarlos; desde hace años que retiró la partida de hombres que tenía en Copala.

No, aquí no entre cualquiera.

La tensión de San Juan Copala


Yves, mi compañero de viaje, y yo venimos con ayuda del profesor Sergio Zúñiga, quien hizo los arreglos para que ingresemos hasta lo más profundo de la zona. Las cosas no son tan fáciles. Apenas cuando miramos los primeros trazos de San Juan Copala, les pedimos a nuestros guías, los hermanos Guillermo y Octavio Merino, entrenadores de basquetbol, que se detengan para sacar unas fotos. En tono tenso dicen que no, que si queremos sacar fotos de Copala mejor lo hagamos desde el interior de la camioneta y sin detener el paso. Entendemos la advertencia y guardamos las cámaras. Las cosas, supongo, no están del todo arregladas entre las facciones que se disputan el poder y cualquier confusión provocaría más que un simple susto. No obstante, desde hace un poco más de dos años los asesinatos han disminuido de manera notoria. Esperamos que esta especie de tregua se vuelva permanente, por eso estamos aquí, por eso venimos a conocer a los triquis en sus propias comunidades.

Dejamos atrás San Juan Copala.

Su miseria, nuestra miseria


Seguimos bajando por la montaña, nos dirigimos a una pequeña comunidad llamada Rastrojo.

Nuestros guías están más relajados, la realidad es que tantos años de violencia han marcado a todos los triquis. Las pugnas entre ellos han dejado multitud de huérfanos, desplazados y refugiados. El veinteañero, Guillermo, nos cuenta que ellos no son de Rastrojo, hacia donde nos dirigimos, sino de una comunidad del otro lado de la montaña que nos señala. Cuando eran pequeños su familia tuvo que huir porque les asesinaron a unos parientes y la amenaza también pendió sobre ellos. En Rastrojo encontraron refugio, ahora viven en Oaxaca y ayudan al profesor Zúñiga como entrenadores de basquetbol infantil.

Cuando llegamos a la comunidad nos estacionamos en una calle de tierra que da hacia una cancha de básquetbol. Un grupo de jóvenes mujeres se dirigen hacia allá con balón en mano. Pregunto que si es cierto que a las mujeres triquis las venden, responden que sí y en tono juguetón nos explican que por eso ellos se robaron a sus esposas, porque no tenían dinero para pagar por ellas. De hecho muchas familias triquis no dejan practicar el basquetbol o estudiar a las mujeres, en su pensamiento consideran que la mujer se devalúa y, en el peor de los casos, ya no sirven para venderse.

Oaxaca es de los estados más pobres de México. Y según la Secretaría de Desarrollo Social y Humano de la entidad, la zona Triqui es una de las 25 más pobres. Donde el 84. 6% de la población se encuentra en pobreza y 69.9% de las familias sobrevive diariamente con un salario mínimo o menos. Así que estamos entre los pobres de los pobres, con índices de desarrollo comparables a los de África. Y se nota. Salvo algunas casas de tabique y cemento, las demás están hechas de entramado de tablones de madera, piso de tierra y techo de láminas de cartón. Las veredas de tierra amarilla se multiplican hacia todos lados. Tomamos una que nos conduce a una casa pequeña, donde los rayos del sol se filtran con facilidad entre las aberturas de los tablones. Aquí vive Paulino, de diez años, con su hermana Genoveva, de catorce, su mamá y su abuelita, quien no tiene una pierna y está postrada en una silla de ruedas. No hay papá, es uno más de los emigrantes que ya no regresó. La mamá apenas habla español.

El niño Kevin de Jesús Albino junto con su hermano, mamá y abuelita

Platicamos con Paulino. Entre risas nos dice que comúnmente comen quelites, frijoles, tortilla y café. Le pregunto a Paulino sobre lo que le gusta hacer. Contesta que jugar básquet, es bastante bueno por los trofeos que me muestra. Este menudito niño, pertenece al programa que implementó desde hace dos años el profesor Zúñiga y que ha dado increíbles resultados. En cada torneo nacional que se presentan ganan y su primera participación en un torneo en E.U ha sido competitiva. En Argentina arrasaron con marcadores tan desproporcionados como de 86-3, 82-18.

Ahora los ojos del profesor Zuñiga y sus pupilos apuntan a Europa. Miro el interior de la casita. Hay una cama de madera sin colchón sobre el que pende una hamaca deshilachada. Un madero funge como despensero y tiene aceite, Nescafé y algo de azúcar y sal en bolsitas. El fogón de tres piedras yace apagado. Sobre el piso de elemental tierra están los tenis agrietados de Paulino, esos minúsculos vehículos que lo han llevado más lejos de lo que nunca se hubiese imaginado.

Los hermanos de Modesto Jesús López (playera amarilla)

La siguiente familia que visitamos llegó huyendo. En su comunidad tenían amenazas de muerte. En Rastrojo les dieron un pedazo de tierra donde vivir en paz. La familia está conformada por diez hermanos, tres de ellas mujeres y siete hombres, pero en este momento dos chicos no se encuentran. Uno, nos dicen, se fue con sus padres a trabajar al campo y, el otro, emigró fuera de la comunidad en busca de trabajo. Sus edades varían desde los 17 años a un bebé de un año. Viven en un cobertizo de madera y láminas oxidadas que tiene como una de sus paredes el paredón de un cerro de tierra amarilla. Se encuentra dividido en dos, de un lado está la cocina y del otro lado todos duermen sobre unos maderos y un par de hamacas. En ese momento irrumpen los lloriqueos del bebé, uno de sus hermanos corre a abrazarlo.

La hermana mayor es la encargada, hace la comida, lava la ropa y cuida de los pequeños. Hasta hace un año estudiaba el bachillerato, consciente de la pobreza, terminó por abandonarlo. Se dio cuenta que la necesitaban más en su casa y que la escuela es un lujo que no podía permitirse. Ahora su hermano, Modesto, de 12 años, también jugador de basquetbol, está a punto de hacer lo mismo. Aquí el conseguir el bocado diario es lo que apremia. A esta familia la miseria cada vez los asfixia más. Miro a estos niños que no dejan de sonreír. Pareciera que no se dan cuenta de la tragedia en que viven, de la mezquindad con que este país los ha tratado. Ellos sonríen, no dejan de sonreír. Sólo el más pequeño no se permite hacerlo y llora con todas las fuerzas de sus pulmones.

Los zapatos de Granier


Los pies del niño basquetbolista Paulino Martínez de Jesús

Entre el pardear de la tarde noto el destello de las numerosas envolturas de comida que yacen sobre el camino que conduce al albergue estudiantil.

Pienso en lo absurdo de que Pepsi apoye la tan mentada Cruzada Contra el Hambre. Si su propia existencia es la antítesis de la buena alimentación. Es como si le dijéramos a los narcos que ayuden a detener la drogadicción. Eso no es todo, apenas entro al comedor y lo primero que resalta es una serie de carteles sobre la pared. A todo color y con ilustraciones que muestran y recomiendan el plato del buen comer: verduras, carnes, cereales. Me parece una broma de mal gusto, sobre todo cuando los refrigeradores del albergue están completamente vacíos.

¿Pero acaso nuestros gobernantes no son una broma de mal gusto? Una broma cruel donde Andrés Granier presume tener 400 pares de zapatos y estos niños hacen su vida descalzos desde que llegan al mundo; donde cada semana nos enteramos de nuevos fraudes de miles de millones de pesos y estos niños mueren de enfermedades curables y otros cientos abandonan la escuela; cuando se habla con enorme optimismo de la reciente reforma educativa y estos niños desde siempre se han desmayado en las aulas porque llegan a la escuela sin probar bocado.

El hombre proverbial


El profesor Zúñiga y sus auxiliares, Guillermo y Ocatvio Merino

El profesor Sergio Zúñiga cuenta que en un inicio tuvo que recorrer en camioneta distintas comunidades promocionando el programa deportivo con altavoces. Invitaba a los padres de familia a que le enviaran a sus hijos para practicar basquetbol. La gente lo ignoraba, desconfiaba y, lo que es más, lo tiraban a loco, literalmente. El “loco” que prometía viajes a distintos estados y mejores condiciones de vida para los niños con sólo practicar un deporte, promesas que a los triquis les sonaba a mentiras, como les había sucedido infinidad de veces con tantos políticos que habían llegado a su tierra.

Esto no desalentó al profesor Zúñiga, quien había diseñado un esquema deportivo en que a los niños se les exigía tres puntos para poder entrenar: promediar como mínimo 8.5 en la escuela, ayudar a sus padres en las labores de la casa y seguir hablando el triqui, su idioma nativo. Sabedor de que en estas tierras el basquetbol siempre ha sido gozado, el tenaz profesor Zúñiga sabía que sólo era cuestión de tiempo. Poco a poco los niños fueron llegando, de a uno, de a dos… finalmente las canchas de Santo Cruz Río Venado, comunidad donde el profesor Zúñiga hizo su base, se colmaron de chiquillos ansiosos de jugar.

Estos niños, en realidad adultos con cuerpos de niños, puesto que apenas pueden caminar y ya tienen que lidiar con las duras faenas del campo y la miseria, resultaron ser atletas natos. La biomecánica de sus cuerpos, explica Zúñiga, les permitía ser más veloces y potentes en su juego. Aunado a las técnicas, conocimiento y disciplina que les inculcó. Entonces, las victorias y los viajes comenzaron a hacerse realidad, y con ello, la proeza de hacerse dueños de su propio destino. De ir diluyendo el significado de la palabra venganza que tantas vidas había cobrado entre sus familiares y por tantos años.

Diluir la violencia entre la algarabía de estos niños que no dejan de botar el balón.

Epílogo.


 

 

La etnia triqui es un vivo nudo de contradicciones. La extrema pobreza en una tierra que se mira pródiga, fértil, imponente. La terrible violencia que han padecido por décadas ha sido real, pero también el pacifismo y la generosidad intrínseca de la mayoría de su gente. Me lo recuerda la pobrísima familia que nos regaló un manojo de totopos tan sólo porque la visitamos; el niño que sin pensárselo me ofreció su único mango que llevaba para comer; su férreo carácter cuando juegan contra equipos de otros estados, de otros países, siempre más altos y mejor comidos. Los triquis ganan y, aunque pierdan, siempre ganan, porque estos niños también juegan contra todas las terribles adversidades de la vida. Así son ellos, los campeones descalzos de la montaña.
Así es la orgullosa Nación Triqui.

Orlando Cruzcamarillo: Escritor fuera de la ley: ¡No pagará impuestos hasta que Televisa lo haga! Colabora en Playboy, VICE, Migala y otras.
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