por: Marco Antonio López.
La historia de la sexualidad en México (como en distintas partes del mundo), ha estado atravesada por la presencia de cánones religiosos, cuyas manifestaciones son patentes hasta nuestros días.
La sexualidad es un conjunto de significados dados a ciertas prácticas y actividades, un aparato social que tiene una historia con complejas raíces…” decía Michel Foucault. La historia de este aparato social en México (como en distintas partes del mundo), ha estado atravesada por la presencia de cánones religiosos, cuyas manifestaciones son patentes hasta nuestros días. Contemplar las distintas prácticas sexuales remite no sólo al pasado lejano, sino a la historia reciente de nuestro país, que se ha visto salpicada de un tema que muchos creerían ya superado: la laicidad del Estado.
Si el Estado es el reflejo de la sociedad, la política sexual es una de sus vetas. Nuestro escenario político nacional es dominado por un conservadurismo que se radicaliza cada vez más; y en esta tónica son perfectamente entendibles la oposición del “Partido de la Revolución” y del “Acción Nacional” (para dejarlo sólo en las opciones con mayor representatividad) ante la posibilidad de soltar más la rienda a las decisiones en lo que a la sexualidad compete. Es verdad que se han logrado avances en esta materia, como la legalización de la “interrupción del embarazo” y de las llamadas “sociedades de convivencia” que, en otras palabras, son sólo decisiones tomadas por personas autónomas. Hay, sin embargo, retrocesos, como los experimentados en distintos estados de la República, donde al menos 12 congresos locales han modificado sus constituciones para permitir la criminalización de este tipo de prácticas (recordemos el caso de las siete mujeres encarceladas en Guanajuato).
Sería inexacto dejar de decir que la actitud de los políticos tiene su correlato en la ciudadanía, es decir, existe también un conservadurismo en la forma de ver el aborto o las uniones de personas del mismo sexo mediadas, también éstas, por la óptica religiosa institucional. En este sentido se aducen principalmente argumentos de anti-natura: por atentar contra “una vida” (en el caso del aborto) o por contravenir lo procreativamente correcto (sociedades de convivencia).
Debajo de estos prejuicios y de la actitud de nuestros empleados públicos subyacen dos asuntos aún más peligrosos: primero, el avance de la esfera religiosa y su mimetización tanto en el accionar político como en la sociedad civil, lo que conlleva a replantear una cuestión que se creería superada: el laicicismo. En efecto, desde el nuevo acercamiento de la Iglesia con el Estado (en los años de las reformas salinista) se han abierto nuevos frentes de lucha, misma que hoy se nos evidencia como inacabada, como constante, más aún con la asunción de un partido cuyos fundamentos son religiosos y con la impune injerencia de jerarcas católicos en asuntos políticos. El Estado laico es una necesidad para alcanzar una sociedad más justa y equitativa, por su imparcialidad a todas las doctrinas religiosas o ideológicas, por su respeto a las distintas preferencias, incluidas las sexuales, aunque a Onésimo Cepeda le parezca “una jalada” o una “estupidez”.
El segundo peligro de mayor orden es la posibilidad (con un implícito aval) de coartar libertades ciudadanas. Lo ejemplifica de un modo particular la siguiente cita: “Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista; cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata; cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista; cuando vinieron a llevarse a los judíos, no protesté, porque yo no era judío. Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar”1. Si nosotros consentimos que se persigan a las mujeres que se han practicado un aborto, a los homosexuales que deciden compartir sus vidas ¿quiénes serán después, los no católicos, los de tendencias de izquierda, los no liberales? Podemos estar de acuerdo o no en el aborto y en la unión de personas del mismo sexo, a fin de cuentas son parte de la libertad de conciencia y de expresión. En lo que debemos sumar consensos es en la idea de que al “Estado moderno ya no le corresponde decidir si tal o cual conducta es buena o mala, sino garantizar la libertades”2, tanto de estar de acuerdo como de disentir sobre algo.
No basta con vivir en una entidad donde el aborto y la unión homosexual no son (relativamente hablando) perseguidas, la libertad de ejercer dichas acciones debe ser generalizada para todos los ciudadanos de nuestro país. Llevarlo o no a la práctica está, bajo máximas racionales o espirituales, en la determinación de cada uno.