Atlas Manco

Diez años antes de que Maradona levantara en el Estadio Azteca la copa del mundo, un golpe de estado en Argentina derrumbó el gobierno de Isabel Perón. Para este régimen golpista, el fútbol se convertiría en la tapadera de las cloacas de la tortura y la desaparición. Las madres de Mayo se lanzaron a las calles con los pañales de sus hijos desaparecidos en la cabeza a modo de pañuelo. En Europa, a la desaparición forzada de personas le llamaban “la Muerte argentina”, que pudo haber sido el mote de Batistuta, por ejemplo.

En 1978, la dictadura Argentina organizó, como en su tiempo Mussolini, un Mundial de fútbol. Videla y Mussolini levantaron la Copa a pesar de encabezar sendos sistemas represivos. El catenaccio italiano estaba en sus albores, y era obvio que la fuerza del Estado determinaría la forma de juego de los azurris prehistóricos.

Cuentan que a Videla, en su mundial 50 años después, le costó el campeonato unas cuantas toneladas de semillas que llegaron a Perú, cortesía de la dictadura con todo y que los jugadores incas nieguen que los sobornaron. De la mano de César Luis Menotti, rosarino como Messi, la selección albiceleste ganó su primer mundial; el flaco fue elegido como seleccionador antes de la llegada de la Dictadura. Mario Kempes, el héroe, el matador de piernas larguísimas a quien se le respetó el 10 en los dorsales cuando todos tenían el número que había determinado el orden alfabético.

En ese mundial, Mario Kempes metió la mano derecha cuando un polaco remató a bocajarro, cometió la infracción para impedir un gol. En aquel entonces el jugador que metía la mano para salvar su meta no era expulsado. Esa mano derecha le dio, a la postre, a los argentinos con todo y los horrores de su estado dictatorial, una copa del mundo.

Ocho años después, bajo un dominical sol mexicano del mediodía, 22 de junio de 1986, la mano izquierda pegada a la cabeza llena de bucles del genio Maradona tocó la pelota para vencer a Peter Shilton, el guardavallas inglés. Robando a los rateros ingleses, hay que disculpar a Sacheri. Luego vino el “barrilete cósmico”, la poesía del hambre echada a rodar para procurarse un pan a él y a los suyos, la carrera y la gambeta, la alegría de los argentinos que por unos segundos se olvidaron de dictaduras y guerras imposibles. Dos manos inútiles, la derecha de Mario Kempes y la zurda de Diego Armando Maradona han dado los trofeos universales que la selección argentina posee.

Un año después de que Maradona se convirtiera en el sucesor del O Rey Pele, nació un niño rosarino que llevaba cocido al pie un balón de fútbol: Lionel Messi. A Messi le falta detener con la mano un gol cantado. Y es que ha hecho un gol gemelo de la mano de Dios en contra del Espanyol, en un partido de liga que terminó en empate a dos. Y también la Pulga tiene su propio “papalote galáctico”, llevándose a todos los del Getafe, con la zancada de un pony desbocado en un partido de la Copa del Rey.

A Messi se le veía en la calle caminando con un balón. No es difícil imaginárselo lavándose los dientes con la pelota en los pies o colgándole los pies apoyados en un esférico sentado en el váter como un Atlas a la inversa, el mundo en los pies y nunca en las manos. Una suerte de Oliver Atom, la tropicalización de Capitán Tsubasa. Imagino a un Messi manco acompañado de Higüaín y Agüero, que en sus diéresis se ahogan, tal vez sea eso, la mala compañía. Leonel Messi, el astro del fútbol, no ha ganado un mundial por culpa de sus manos.