No es tan difícil darse cuenta que la batalla entre el Mercado y el Estado está en los últimos asaltos. El Mercado que vuela como mariposa y pica como abeja. En el último episodio, el Estado parece haber tomado un respiro, pero, de todos modos, tiene las de perder con el nuevo orden mundial, que es, en el fondo un nuevo modelo de Mercado llamado ahora por los expertos “Mercado Global”.
La lógica gore del capitalismo brutal hace un negocio de lo que sea. Y la educación no se salva, nada y nadie se salva. Las instituciones educativas privadas centran sus esfuerzos en engordar sus matrículas y no en su obligación social. Estudiar en una institución de educación privada es ser cliente y consumidor. Las instituciones públicas copian modelos que no hacen más que relajar la estancia del alumno en la escuela. Es sintomático, porque en la lógica del alumno-espectador-cliente-consumidor, quien brinda el servicio, tiene que entretener. Enseñar entreteniendo, enseñar jugando, aprender disfrutando son duplas que desafortunadamente proliferan en la práctica docente porque es lo que se les exige a los profesores, que las clases sean más dinámicas.
Hay que decir que los artífices de este discurso hegemónico e indiscutible son los pedagogos y los psicólogos industriales, empoderados en la cadena alimenticia en la que el profesor es la miserable carroña acuática de un alevín del que políticos, administrativos, autoridades escolares, padres de familia y alumnos comen. Hablo de lo evidente y si el oficio del pedagogo no sale bien parado con estas palabras, pues que se defiendan. El mismo desprecio con el que un chofer de microbús se refiere a los pasajeros con el término de “puercos “lo emplean los pedagogos para los profesores a los que parcelan.
La panacea pedagógica para que el profesor, chivo expiatorio malpagado del sistema educativo, se redima y cumpla con las lustrosísimas, que no ilustradas, nuevas reformas educativas son los cursos de capacitación a los que se le somete. Porque el profesor es el que está mal, el que no sabe hacer su trabajo, evidentemente al docente también se le pueriliza. La panacea, decía, es capacitarlo, que no formarlo. Cursos de couching, miseria de lo profundo, vestimenta, lenguaje no verbal, Yoga, superación personal, liderazgo e inteligencia emocional que provienen de la alienación empresarial que se coló a las escuelas, al profesor se le aliena en este evangelio del sentido común.
Hay una paradoja que suele venir de la mano de la estupidez. La paradoja es que el autoritarismo y la intransigencia que se impide blandir a los profesores en el aula, ahora los ostentan los pedagogos y los psicólogos industriales, paladines de los alumnos intocables. El profesor posmoderno es como Matilda, la protagonista de la novela de Robert Dahl, y el pedagogo como el padre que suele decirle a la niña “yo estoy bien, tú estás mal, yo soy bueno, tú eres mala, yo soy bonito y tú eres fea”. Acaso es el karma académico con el que los profesores hípercapacitados e híperevaluados tenemos que lidiar.
El asunto es que en los cursos en los que se pretende obviar que la innovación y la creatividad son la llave del éxito, pinche palabra fea esa de éxito, dentro del aula, sin que esto signifique que el alumno aprenda, sino que esté satisfecho. En estos cursos imperan las prácticas tradicionales para transmitir conocimiento. Es decir, que los pedagogos, que no hacen uso de la innovación y la creatividad que tanto enarbolan, son incapaces de poner en práctica lo que promueven para darle clases a los profesores y, cómo dicen ellos de lo que se supone que hacen, enseñarles a enseñar.