“Mamá, mamá, me pasas una torta”, “Pásale su torta a tu hermano”, “Oiga, disculpe, ¿cuánto lleva de empezada?”, “mamá, mamá, ¿me sirves refresco?”, “vieja, yo creo que nos esperamos a la siguiente”, “mamá, mamá, ¿me sirves palomitas?

Estos diálogos se podría pensar que pertenecen a una amena comida familiar, o a la tribuna de un estadio en pleno partido de futbol, pero no, no en este caso. Así se escuchaban los cines a finales de los ochentas e inicios de los noventas, antes de que los multisalas invadieran a los cines clásicos que en ese entonces pululaban en el centro de la Ciudad de México.

Para alguien como yo —de una generación de transición, en la que siendo niños nos tocó la televisión en blanco y negro (admito que esto fue por pobreza; todos mis vecinos tenían a color), el Atari, (el cual jugaba con mis vecinos), la máquina de escribir (que le prestaba la vecina a mi mamá para que mi hermana hiciera la tarea) y demás artefactos que la era digital vino a suplir—, el recuerdo de los cines mal llamados piojo-plus me llena de una nostalgia digna de plasmarse en cualquier película de Neorrealismo Italiano o Mexicano, aunque este último ya se lo apropió desde hace años Ismael Rodríguez cuando filmó el hiperneorrealismo mexicano —esta definición en mía—: Nosotros los pobres/Rodríguez (1948).

Los piojo-plus fueron bautizados con ese nombre (sacado de los camiones urbanos populares) por los sectores pudientes de ese entonces, quienes preferían acudir a los primeros complejos multisalas de la incipiente Cinemex (Santa Fe, Wtc, etc.). Toda la familia salía de paseo al cine, aunque tuvieran que viajar el doble de tiempo y soportar las primeras salas-estadio (su nombre anunciaba su contradicción) pequeñas y perfumadas, a las que ahora estamos malacostumbrados. Y aunque el servicio lo proporcionaban los primeros empleados, adiestrados en las oscuras artes de sonreír de manera mecánica, y aunque había un aroma a palomitas que bañaba con su humo a las luces neón y aunque todo anunciaba la entrada del neoliberalismo colorido, previo a la crisis del 94, no tenían comparación con la bella monstruosidad de los piojo-plus.

El Real Cinema, el Palacio Chino (a partir de aquí agregar la palabra cine a cada nombre), Ópera, Lindavista, Latino, Chapultepec, Mariscala, Variedades, Orfeón, Omega, Teresa, Viaducto, Monumental, Popotla, Maya, son algunos ejemplos de aquellos cines en los que confluía la clase obrera del país y sus familias, aderezados con cientos de aromas que iban desde el humo del cigarro, pasando por las tortas multisabores de jamón, queso de puerco, salchicha, frijoles con mayonesa, y de romeritos y bacalao cuando se iba el 25 de diciembre o el primero de enero.

Asistir a aquellos cines era un ritual metódico, que no sólo mi familia llevaba a cabo. Desde el viernes o sábado (dependiendo del horario del Papá) se preparaba todo para la comilona: las tortas bien acomodadas en las bolsas, los refrescos congelados para que a medio día estuvieran fríos, las servilletas, las palomitas hechas en cazuela, los platos, el arroz con huevos cocidos, y si había espacio en el carro —o en el camión, según el caso—, la bolsa con las pelotas y balones, las cobijas y la indispensable hamaca. El sábado o domingo se salía temprano de la casa rumbo a Chapultepec, al zoológico —inserte aquí el lugar de esparcimiento familiar de su predilección—, para que después de un día de diversión y comida, se comprara el periódico para buscar en la cartelera el horario de las películas que proyectaban los piojo-plus. Y el hallazgo podía ser desde Batman/Burton (1989), Back to the future Part II/Zemeckis (1989), hasta Casualties of War/DePalma (1989), o en la otra esquina, Gloria Trevi en Pelo Suelto (1991) y Lola la trailera en La Guerrera vengadora/Fernández (1988). Para mi familia (acostumbrados al mainstrem, al igual que yo me acostumbré), la decisión era simple: Batman.

Al llegar al Piojo-plus predilecto, en este caso el Palacio Chino, se compraban los boletos a una anciana fumadora en la taquilla, para después ingresar a la sala, previo corte de boletos por parte de otro anciano de lentes obscuros con pinta de mafioso chino, que reposaba sentado en una enorme silla imperial. Entrábamos a la sala, a oscuras, esperando a que nuestros ojos se adaptaran, hasta que por fin veíamos dos asientos disponibles —gran inconveniente si considerábamos que éramos ocho—, mi mamá se sentaba en uno, alguna de mis hermanas en otro, y el resto de nosotros nos tocaba las escaleras, desde donde apreciaba por primera vez a un Batman que no daba risa ni bailaba Twist. Y aunque sabíamos que ya había empezado, un concepto hoy inexistente nos mantenía tranquilos: la permanencia voluntaria (una regla que te permitía quedarte después de la película a verla de nuevo) que junto con el intermedio (diez minutos para estirar las piernas y comprar dulces), eran las piezas fundamentales de los piojo-plus.

“Mamá, mamá, ¿me pasas una torta?”

Esta evocación nostálgica por los piojo-plus tiene su origen después de ver el DVD conmemorativo por los sesenta años del festival de Cannes, y es que al grito de Chacun son cinéma (a cada uno su cine), varios de los directores más prestigiados en las últimas décadas, realizaron una serie de cortometrajes, con el propósito de apuntar la cámara hacia el espectador y contar las historias de lo que pasa, o pasaba, adentro de las salas de cine.

Kar Wai, Von Trier, Gonzáles-Iñárritu, Van Sant, Lynch, Wenders, Cronenberg, Loach, Kitano, Polanski, De Oliviera, Kaurismäki —por mencionar algunos de los más laureados—, componen esta colección de cortometrajes que rinden un tributo y engrandecen a quienes hemos pasado horas frente a la pantalla, siempre fieles a ese ritual que es ir al cine.

Esta suma de cortos engloba todo el proceso de asistir a la sala, desde lo que pasa antes de que comience la película: los preparativos, la horrorosa espera, el clima perfecto, la tediosa elección en la marquesina; hasta lo que pasa dentro de la sala: las interrupciones molestas, el proyector que falla, la gente que murmura, los que hablan por teléfono, la gente que tiene sexo, los que se quedan dormidos, y sobre todo, los que miran la película como si desearan que aquella luz del proyector los invitara a vivir ahí, donde la vida parece más colorida, más real, o más placentera.

Esta mirada de los cineastas hacia su público no es algo nuevo, inclusive se podría considerar un lugar común. Existen cientos de películas donde esta división de cineasta y espectador, marcada rotundamente por la enorme pantalla blanca, se transgrede en aras de que la historia comience a hablar sobre sus espectadores y, más en específico, sobre la relación de estos con el cine.

No hay que ser psicólogo para saber que todos los cortos y películas, que hablen del espectador y su amor por el cine, poseen una enorme carga de “proyección”, o poniendo esto sobre la boca de algún director: “Te voy a mostrar por qué me gusta tanto el cine, o por qué el cine es tan bello”, “o lo que el cine representa para mí”. Esto no quiere decir que pequen de pretenciosos, sino que es tan grande su amor por el cine, que esperan poder transmitirlo, utilizando la figura del espectador cinéfilo como el canal.

Sólo mencionaré dos ejemplos de este tributo al espectador: The Purple Rose of Cairo/W. Allen (1985), donde uno de los personajes se sale de la pantalla —literalmente—, porque se enamora de la triste espectadora (Mia Farrow) que ha visto la película una docena de veces como escape de una vida plagada de miseria y decepción: y la casi autobiográfica Cinema Paradiso/Tornatore (1988), donde la trama gira alrededor del pequeño cine, cuyo nombre da título a la película, en el que, a forma de un piojo-plus italiano, convive toda la gente del pueblo, incluyendo entre ellos al propio Tornatore como un niño adicto a las películas que regresará años después convertido en cineasta.

Los directores que participan en Chancun su Cinéma, logran transmitir estas experiencias detrás de la pantalla, con sus diversos estilos, desde el humor negro y retorcido de Polanski, Moretti, Cimino, pasando por las historias de amor de Kar Wai, Dardenne, Kiarostami, hasta la clara autointerpretación pedante de Von Trier, Suleiman, Kitano, Chahine y concluyendo con el lugarzazo común del ciego en la sala de cine de Ruiz, Kaige, Gonzáles-Iñarritú, este último, único representante latinoamericano que pudo haber mostrado al público latino —y mejor todavía: mexicano-piojo-plus—, con un corto tan soso y tan quiero-ser-europeo, muy alejado de su primer reconocimiento en el festival, cuando Amores Perros/Gonzáles-Iñárritu (2000), ganó el premio de la crítica por esa carga urbana que le imprimió.

Tal vez digo esto por ese pensamiento mezquino que todos los que amamos el cine llegamos a tener: “Yo lo hubiera hecho mejor”, o porque la nostalgia me invadió como una modelo ya entrada en sus cincuentas, pero yo hubiera querido ver en este DVD, en algún corto, o aunque sea un cameo, a los olvidados piojo-plus, con su aroma a torta y cigarro, con sus enormes pantallas manchadas de humedad y con un staff sacado de una película de Vincent Price, al fin y al cabo, algunos de los espectadores de esa época, somos casi los mismos que hoy metemos el disco en el reproductor y nos sentimos agradecidos que nuestros cineastas favoritos hablen sobre nosotros.