Yo no quisiera ser de aquí

Yo no quisiera ser de aquí.

Amo, con todo lo que soy, este suelo y su gente.

Por eso mismo, sufro de manera atroz.

Por eso mismo, me duele hasta el aire que pasa.

Por eso mismo, no quisiera estar aquí.

No quisiera ser de aquí.

No quisiera amar tanto a este país, a esta gente.

El amor se me transforma en dolor. Y eso no es justo.

El amor ha sido siempre alegre, constructivo, sinónimo de felicidad y de optimismo.

Yo amo mi país. Y es un amor triste, impotente, infeliz, que me duele,

que todos los días tiene nuevas llagas, que siempre está más y más crucificado.

Veo su mapa cercenado, una y otra vez.

Veo su historia de burlas crueles, sangrientas.

Veo su geografía amenazada por el planeta.

Veo a sus moradores misérrimos, ignorantes, enfermos, raquíticos, hambrientos.

Veo su suelo ubérrimo, inútilmente ubérrimo, para la mayor parte de sus habitantes.

Veo su violencia, progresiva, galopante.

Veo, siento, vivo, su tragedia incesante.

Y me duele.

Me duele tanto como me duele decir: “Yo no quisiera estar aquí”,

“yo no quisiera ser de aquí”.

Porque ser de aquí es una enfermedad incurable. Uno se va, y entonces la nostalgia.

Uno se va, pero las noticias lo persiguen,

los ojos buscan siempre un algo de aquí, la distancia castiga.

Uno se va. Pero aunque se vaya, no se va: uno anda llevando su Guatemala adentro,

como un amado cáncer, como una idea fija, como un verde corazón que siempre

duele al palpitar y que palpita siempre.

Yo no quisiera estar aquí. Yo no quisiera ser de aquí.

Y aunque me duele el dolor del mundo, perdóneseme,

pero me duelen menos otros países que este.

Me voy a veces. Me meto en un libro y me voy.

Tomo un pasaje de canción o recuerdo y me voy.

Escribo una carta, me meto en ella en el sobre, me pongo en el correo y me voy.

Pero dura muy poco mi viaje: desde adentro de mí mismo este país

–este pequeñísimo y cruel país–, se me hace presente, me sangra, me duele.

Cuánto amor en el dolor. Cuánto dolor en el amor.

Qué dura eres, Guatemala


La hora de la siembra

Y no nos han dejado otro camino.

Y está bien que así sea.

Recibimos el golpe en la mejilla,

la patada en la cara.

Y pusimos la otra mejilla,

silenciosos y mansos,

resignados.

Entonces comenzaron los azotes,

comenzó la tortura.

Llegó la muerte.

Llegó noventa mil veces la muerte.

La labraban despacio,

riéndose,

con alegría de nuestro sufrimiento.

Ya no se trata sólo de nosotros los hombres.

El saqueo constante de nuestras energías,

el robo permanente del sudor

–en cuadrilla, a mano armada, con la ley de su parte–.

Ya no se trata sólo de la muerte por hambre.

Ya no se trata sólo de nosotros los hombres.

También a las mujeres,

a los hijos,

a nuestros padres y a nuestras madres

los violan los torturan los matan.

También a nuestras casas

las queman.

Y destruyen las siembras.

Y matan las gallinas, los marranos, los perros.

Y envenenan los ríos.

Y no nos han dejado otro camino.

Y está bien que así sea.

Trabajábamos.

Trabajábamos más allá de las fuerzas.

Empezábamos a trabajar cuando aprendíamos a caminar

y no nos deteníamos sino al momento de morirnos.

Nos moríamos de viejos a los treinta años.

Trabajábamos.

El sudor era un río que se bifurcaba:

de un lado se volvía miseria, fatiga y muerte para nosotros;

de otro lado, riqueza, vicio y poder para ellos.

Sin embargo,

seguimos trabajando y muriendo siglo tras siglo.

Pero ni aun así se ablandaban sus caras frente a nosotros.

Vinieron con sus armas

y sus armas vinieron a matarnos.

Y no nos han dejado otro camino.

Y hemos tenido que empuñar las armas

también nosotros.

Al principio eran las piedras,

las ramas de los árboles.

Luego, los instrumentos de labranza,

los azadones, los machetes, las piochas,

nuestras armas.

Nuestro conocimiento de la tierra,

el paso infatigable,

nuestra capacidad de sufrimiento,

el ojo que conoce y reconoce cada hoja,

el animal que avisa,

el silencio que aprieta las quijadas.

Esas fueron primero nuestras armas.

No teníamos armas.

Ellos sí que tenían:

las compraban con nuestro trabajo

y luego las usaban contra nosotros.

Ahora tenemos armas:

las de ellos.

Cuando vinieron nocturnos a matarnos

les salimos al paso,

caemos como rayos y tomamos las armas,

agarramos las armas.

Cada fusil cuesta muchas vidas.

Pero son más las muertes que nos cuesta

si sigue en manos de ellos.

Y no nos han dejado otro camino.

Y está bien que así sea.

Porque esta vez

las cosas

van a cambiar definitivamente.

Están cambiando.

Ya cambiaron.

Cada bala que disparamos lleva

la verdad del amor por nuestros hijos,

por nuestras mujeres y nuestros mayores

y por la tierra misma y por sus árboles.

Y por eso hay mujeres y niños combatiendo junto a nosotros.

Cuando sembramos el maíz,

sabemos que deberán pasar lunas y soles

Hasta que la mazorca sonría con sus granos y se vuelva alimento.

Y cuando disparamos nuestras armas

es como si sembráramos

y sabemos

que deberá venir una cosecha.

Tal vez no la veamos.

Tal vez no comamos nuestra siembra.

Pero quedan sembradas las semillas.

Las balas que ellos tiran sólo llevan muerte.

Nuestras balas germinan,

se vuelven vida y libertad,

son metal de esperanza.

Las cosas han cambiado.

Y está bien que así sea.

Hemos limpiado y aceitado el arma.

Echamos las semillas en la alforja y emprendemos la marcha,

serios y silenciosos, por entre la montaña.

Es la hora de la siembra.


Los poemas de Manuel José Arce fueron tomados del libro Yo no quisiera ser de aquí, México, Praxis, 2005. Con un agradecimiento a su hijo por permitirnos publicar los textos y difundir esta poesía.