Un texto de Osvaldo M. Rayas, quien piensa publicar en su perfil: https://www.facebook.com/osvaldomacielr/ con ilustraciones de Natalia Rabell a quien seguir puedes en su Insta Gram: @nataliarabell para más ilustraciones.

“Yo les indicaré las tres transformaciones del espíritu: el espíritu se convierte primero en un camello, el camello se vuelve león, y finalmente el león se vuelve niño”.

Explica Nietzsche que a veces el hombre es como un camello; que ese camello tiene un carácter paciente que se regodea y enorgullece de su capacidad de resistencia; que en él domina el respeto y que su espíritu reclama la carga pesada, y entonces se arrodilla elegantemente para recibir una buena carga. ¿Qué hay de más peso?, demanda el vanidoso animal a fin de demostrar la fuerza de su voluntad. “El espíritu resistente y vigoroso echa sobre sí todas estas pesadas cargas, y al igual que el camello, que sale corriendo hacia el desierto apenas ha recibido su carga, el espíritu vigoroso se apresura a llevar la suya”.

Cansado de cargar con cosas que no le pertenecen, el camello habrá de transformarse en león para volverse ligero y lanzarse a la conquista de su libertad, “como si cazara su presa, y a ser el amo de su propio desierto. Entonces va en busca de su último amo, decidido a luchar contra él, y va también en busca de su último dios, pues desea vencerlo como si fuese un gran dragón” (heme aquí a mí mismo hace siete años, emocionado por la muerte de Dios que tan vehementemente anunciaba el buen Zaratustra).

“¡Debes!”, es el nombre del dragón, pero el espíritu transformado en león grita: “¡Quiero!” Y, en resumidas cuentas, nuestro león no encontrará consuelo hasta haber aniquilado aquello que otrora le arrebataba su libertad; o, dicho de otro modo, hasta desterrar de sí el recuerdo de haber sido alguna vez camello. Sí, aquel despreciable camello dispuesto a servir a la voluntad de todo ente externo que tuviera a bien depositar una buena carga sobre su incansable joroba.

Pero una vez conquistada la libertad, el león ya no puede hacer nada con ella. “¿Por qué el fiero león debe transformarse en niño?”, se pregunta Nietzsche. “El niño es inocencia, olvido, el niño representa un nuevo principio, un juego, una rueda que se pone a rodar por sí misma”.

Estas últimas líneas movieron algo en mí. La figura del niño como medio para ilustrar la fase culminante del hombre (y de la mujer, por qué no, aunque se revuelque en su tumba nuestro misógino autor) como ser creador ante todo, me parece una analogía formidable. Zaratustra insiste en la necesidad de apropiarse de la libertad de manera similar a como lo hace el niño: dándole forma mediante su propia espontaneidad y creatividad, y no solo mediante la fortaleza física que caracteriza el actuar del león.

En efecto, la capacidad de aceptar la vida tal cual aparece ante sí es una característica peculiar en los niños, sobre todo en los más pequeños. Dales cualquier objeto y se inventarán mil juegos. Ponles los más rígidos límites y encontrarán la forma de echar a volar su imaginación.

Recordé que hace un par de años vi una película llamada “Room”. En resumen, un niño pasa sus primeros cinco o seis años de vida encerrado junto con su madre en una diminuta habitación. Debía su existencia al secuestrador que los había confinado allí a ambos, en un espacio sin ventanas e infranqueable.

Jack, el niño, nunca conoció otra cosa que el cuarto en el que nació; tampoco sabía que estaban privados de su libertad, ni que su madre era violada cada vez que su padre venía a visitarla por las noches. Lo que sí sabía era que su papel en el “juego” consistía en esconderse en el armario hasta que el hombre saliera por fin de la habitación.
Lo interesante de la película es que estos primeros años de la vida de Jack fueron mucho más llevaderos de lo uno puede llegar a imaginarse. A pesar de las condiciones que se le imponían, Jack lograba mantener una remarcable estabilidad emocional mediante el juego y el uso de la imaginación. La cautividad perpetua, que desafiaba las más esenciales reglas de sano desarrollo de cualquier niño, no pudo aniquilar su espontaneidad y su poderoso instinto creador.

Podría pensarse que el niño es un ser pasivo. Creo todo lo contrario: el niño reinventa todo lo existente, al impregnar el entorno con su propia esencia creadora. Va más allá del sentido ortodoxo de las cosas; dale lápices de colores y construirá con ellos una carretera o una ciudad; dale piezas de dominó y, aunque conozca las reglas convencionales del juego, armará con ellas un castillo, o un puente, o yo qué sé… En ese sentido, el león puede ser más combativo que el niño, pero no es más revolucionario que él.

En palabras de Nietzsche: “el niño es la santa afirmación del ‘sí’”. “El espíritu quiere hacer su propia voluntad, y al retirarse del mundo, conquista su propio mundo”.