2020, año de milagros y año de catástrofes, es cuando terminó la privacidad como la conocíamos.
          Mark renunció a su posición como jefe de desarrollo de NSO Group cuando le diagnosticaron cáncer de mandíbula. Ni siquiera se despidió, llegó del hospital a la oficina y este edificio lleno de motivados programadores sin escrúpulos le pareció intolerable.
          En cuarenta años de carrera, su más grande logro había sido descubrir una vulnerabilidad en el sistema operativo del iPhone, a partir de la cual, su equipo desarrolló Pegasus. Era un software sencillo, pero capaz de transformar los teléfonos de sus víctimas en dispositivos de espionaje.
          Mark amasó una pequeña fortuna vendiéndole su programa a los gobiernos del mundo. Reyes, generales, presidentes y dictadores habían utilizado su software para cazar y eliminar a sus enemigos. Todas esas muertes y persecuciones le valieron poco más de 27 millones de dólares, de los que no se iba a llevar ni un centavo.
          Como un último “chinga a tu madre” a la humanidad a la que siempre aborreció, Mark revisó la última versión mejorada de su código y la hizo pública. Luego se metió el cañón de una Jericho en la boca y jaló el gatillo.
          “¿Para qué esperar?” fueron sus últimas palabras, que nadie escuchó. Mark murió el 20 de enero y, con él, la privacidad humana.

Del otro lado del mundo, Iván despertó de un sueño ligero cuando le llegó un mensaje: “Pegasus is up. THE Pegasus.”
          Su corazón se aceleró. Saltó de la cama a la computadora, accedió a su cuenta de moderador de Github para buscar y borrar el post, pero ya era demasiado tarde. En las dos horas que estuvo en línea, sesenta personas habían descargado el código.
          “Shitshitshitshitshit”
          Pensó en buscar a quienes lo hayan bajado pero, ¿qué iba a hacer si los encontraba?
          Ivan se sentó en silencio, aterrado, en medio de su cuarto oscuro. Quería llorar, quería gritar, quería salir corriendo por las calles y advertirle al mundo entero; pero no quería ir a dormir, sabía que si lo hacía, despertaría en una sociedad completamente distinta.
          Decidió confiar en la noble naturaleza del ser humano y recuperó la paz necesaria para regresar a la cama.
          Pero una duda lo hizo levantarse y regresar a la computadora. Sólo para estar seguro, convirtió todos sus ahorros en Bitcoins.
          Esa noche durmió con una paz que no sentía desde que era un niño.

El mundo no cambió mucho de un día a otro. En las primeras 24 horas, apenas se habían registrado unos cuantos fraudes bancarios alrededor del mundo. Nada fuera de lo común.
          El segundo día, las líneas de atención al cliente de todos los bancos estaban saturadas por gente que había amanecido con la noticia de que sus ahorros se habían esfumado. Furiosos cuentahabientes esperaban hasta seis horas escuchando la pinche música de la línea de atención al cliente, sólo para ser atendidos por exhaustos operadores que tampoco sabían qué estaba ocurriendo pero aún mantenían, por política de la empresa, la voz en un amistoso tono conciliador.
          En la cima de una torre, mayor que las otras torres de Paseo de la Reforma, Javier recibía el reporte de la crisis del banco del que él era director. Mientras su asistente leía el memorándum, a su teléfono llegó un mensaje. “Espérate espérate” interrumpió, con la mirada aún fija en la pantalla de su teléfono. “Ya sé qué pasó.”
          Le tomó un screenshot al mensaje, lo adjuntó a un whats con el texto “¿Qué chingados, Juan? Quiero una explicación.” y lo envió a un contacto que tenía guardado como “Presi”.
          El mensaje en cuestión decía “¡Ya ganaste! UberEats y Dominos invitan la siguiente comida. Entra aquí para ordenar tu pizza gratis: https://bit.ly/IqT6zt

Juan Valdéz, presidente de la República de los Estados Unidos Mexicanos iba en el avión presidencial con dirección a Ensenada, cuando recibió el mensaje de uno de sus principales patrocinadores. Los banqueros lo ponían nervioso.
          Ya estaba tecleando su respuesta, algo así como “También me llegó. Creo que el enlace está roto”, pero recordó una reunión que tuvo con el director del CISEN en la primera semana de su mandato.
          Se le fue el color del rostro. Había caído redondito.
          Se le escapó en un colérico susurro “yo nada más quería pizza, hijos de su pinche madre” y su asistente le preguntó si todo estaba bien. Él se apresuró a responderle “Sí, estoy bien, Martita. No pasa nada.”
          Pero no estaba bien. Recordó esa mañana en el edificio de la SEDENA cuando le platicaron del software que la administración anterior utilizaba para vigilar a los “enemigos del estado”, principalmente periodistas y defensores de los derechos humanos.
          “Grillos, pues” resumió el director del CISEN. “Ahora sí que ahí está el recurso, comandante, para cuando usted ordene.”
          Y ahí estaba el recurso, revelándole los secretos de su celular, en tiempo real, a quién sabe quién.
          Juan borró su primera respuesta. Las manos le temblaban. Estaba pensando en una manera elegante de escribir “ME HACKEARON, NO SÉ QUÉ HACER, YO SÓLO QUERÍA PIZZA”, cuando el destino intervino.
          Llegó un nuevo correo a su cuenta, marcado como urgente, de un representante del Fondo Monetario Internacional.
          Juan dudó. Estaba, como dicen en su pueblo, “cizcado”. Antes de responder, le dijo a su asistente, con una sonrisa, “Mira, Martita, que según este correo es del FMI.”
          Martha Figueroa, doctora en ciencias políticas, con esa seriedad de expriísta redimida que la caracterizaba, le dijo “Sí señor, es el Dr. Powell, lo conocimos el año pasado en Ginebra.”
          Juan le echó otro vistazo al correo, era una invitación para una reunión de emergencia.
          “Por eso, Martita. Ponlo en mi agenda.”
          “Discúlpeme, licenciado, pero la reunión es el día de mañana. ¿Cancelamos la inauguración?”
          Faltaba poco más de un año para las campañas intermedias y aún tenía que tomarse la foto con el candidato local de Ensenada. Necesitaba esa curul, debía ese favor, pero sobre todo quería tiempo para no llegar con un teléfono hackeado a una reunión entre líderes internacionales.
          “Escríbeles que llego pasado mañana.”
          “Pero señor, es una reunión de emergencia.”
          “MIRA MARTITA, NO ME HAGAS ENCABRONAR”. Su grito atrajo la mirada de varios miembros del equipo de Prensa, así que se serenó. “Así como eres buena para inventar excusas, quiero que les inventes una y les respondas que vamos a llegar pasado mañana, ¿ok? Ya quedamos con el candidato y no voy a romper mi palabra.”
          “Está bien señor” respondió Martita “sirve que nos da tiempo para revisar los contratos de la refinería…”
          Juan saltó de su asiento y le tapó la boca. Miró nervioso para todos lados, sentía el terror de un animal acorralado por cazadores. “No seas pinche indiscreta, chingao… hablamos luego.”
          No volvieron a intercambiar palabra hasta el aterrizaje.En su cuarto de hotel, Juan pasó la noche borrando correos y mensajes, con la certeza de que alguien ya los había descargado.
          Al día siguiente asistió a la inauguración de una cancha de fútbol con su nombre. “Le queda el título, está toda seca y pelona” le dijo el candidato. Juan hizo como que le dio risa.
     Se tomó la foto oficial y comió carnitas en medio de una ruidosa tambora y un tumultuoso operativo de seguridad. Ni le supieron.
          Se echó un taco, saludó apresuradamente a algunos dirigentes locales del partido y salió corriendo al aeropuerto mientras Martita iba a conseguirle un celular nuevo.
          “QUE TE VALGA VERGA, MARTITA” le respondió cuando su asistente le preguntó para qué era.
          En las horas que pasó separado de ella se arrepintió de haberle gritado tanto. Sin Martita se sentía inútil. Alguna vez le había dicho a su esposa “En un mundo perfecto, ella sería la presidenta”, a lo que su esposa le respondió. “Ya te la cogiste, ¿verdad, cabrón?”
          La tele del avión no tenía sonido, pero las caras de los presentadores de noticias parecían anunciar el Apocalipsis. Uno tras otro, sus amigos y colaboradores más cercanos aparecían bajo titulares en rojo y mayúsculas que decían “¡OTRO ESCÁNDALO!” o “UNO MÁS”. Juan sabía de algunos, pero se enteró de muchos otros. Su equipo de prensa esperaba, tenso, la inminente catástrofe.
          Juan desenvolvió su nuevo teléfono y se guardó el comentario de “Me compraste un Android, pinche Martita tan naca”.
          Antes de deshacerse de su viejo equipo, le avisó del cambio de número a sus contactos más importantes.
          Una hora más tarde, a su nuevo celular, llegó un mensaje:
          “¡Felicidades! Has ganado un viaje todo pagado a Cancún. Recoge tu premio aquí: https://bit.ly/IqT6zt
          “Hijos de su pinche madre”, volvió a murmurar, “Yo nada más quería pizza.”

Juan llegó a la locación secreta al segundo día del encuentro. Las deliberaciones ya habían concluido, él llegó sólo para el anuncio de las medidas que se tomarían.
          Jerome Powell, director de la Reserva Federal, entró a un lujoso salón de reuniones, donde se encontró a presidentes, dictadores y banqueros que reían sobre los restos de una cena de faisán, camarones y champán.
          Apenas un par de personas notaron su presencia, así que se acercó al micrófono y dijo “¿Están cómodos, señores?”
          Juan Valdéz, que aún no tenía el placer de conocer al caballero, se imaginó que era un glorificado mesero así que le respondió con un chasquido y un grito de mal masticado inglés: “Actually no, I asked for coffee. Still not coffee.”
          Martita le murmuró al oído la identidad del caballero y Juan bajó la mano, avergonzado.
          Powell ignoró el comentario y prosiguió: “Cada segundo que desperdiciamos, miles de millones de dólares se pierden y aún no sabemos si nosotros seremos los responsables de reembolsarlos. Ya que ustedes pagaron por el desarrollo  de este software que hoy está causando estragos, creo que es justo que ustedes nos ayuden a arreglarlo.”
          Alrededor de Juan estaban los líderes mundiales que también habían comprado Pegasus. Reconoció al rey fratricida de Arabia Saudita, al ex agente de la KGB que ahora era dictador de Rusia, al presidente de Israel que mató a miles de palestinos para abrir una embajada,  incluso a un enorme general de rasgos toscos, que parecía el villano de una exagerada película de guerra pero era en realidad el líder de la República Democrática del Congo. Al centro de la sala estaban sentados los elegantes banqueros que financiaban a estas crueles dictaduras.
          “¿En qué momento me vine a meter entre tanto culero?” Pensó Juan cuando por fin le pasaron su cafecito. 
          Esa noche se anunciaron tres medidas que, por la velocidad a la que evolucionaba el problema, fueron completamente inútiles.
          La primera fue un comunicado escrito entre todos (aunque Juan sólo firmó), donde advertían que un grupo de Hackers había liberado el software para crear caos, pero que los gobiernos del mundo ya estaban trabajando en una solución.
          Muy poca gente leyó el comunicado. Quiso la mala suerte que, horas antes de que se publicara, Facebook, Google, Twitter y todos los servicios asociados a sus marcas, publicaran su propio comunicado: una actualización a sus políticas de privacidad, el primer documento de términos y condiciones que todos lo usuarios leyeron, porque sólo era una línea:
          “Privacy is now responsability of the user.”
          Y apenas le picaron al tache para cerrar el cuadro de diálogo, millones de personas descubrieron que sólo había un campo de texto para acceder a su cuenta: el nombre de usuario.
          Ya no había password.

Ah, pinche Juan

Todo esto, obviamente es ficción, todo parecido con la realidad es coincidencia, etc etc. Plis no me demandes, @EPN.