¿Qué clase de persona se plantea cambiar estos verdes y este tiempo, por una ciudad en prisa?

Uno no elige en dónde nace y sin embargo, desde ese momento se ve condicionado, terriblemente jodido. No importa, en qué sitio ni en qué circunstancia descubramos aquello que decimos amar; siempre estará esa otra tierra, la que llamamos casa, llamándonos como una madre temida.

No se puede olvidar el lugar en que se ha crecido. Es un escenario terrible, un error, un rechazo que viene, algunas veces, precedido por un enorme deseo. Yo he re-descubierto que amo la soledad y el verde que me significa alejamiento y aventura. La ciudad me entristece enormemente y sin embargo es ahí en donde he crecido mi idioma y la única manera en que puedo nombrarme. Como los hermanos. Un amor condicionado e incondicional. Como el hijo que quiero tener.

Estoy por volver y aún no sé cómo llamar a esto que siento. Cambiaré al viento que, sobre la moto, me revuelve el pelo, por el ruido de las calles y el tráfico lleno de canciones que hace un año no escucho: sonrío. Siempre me ha gustado cantar entre el tráfico.

Lloraré mi archipiélago sin darme cuenta que llevo una isla dormida entre los pliegues de mi piel.

Pensar en volver y en tener más de una sola persona que me abrace al mismo tiempo me acelera el pulso. ¿Cómo es que hay gente al otro lado del mundo a quienes les interesa mi existencia, tan por demás tan cuestionable? No logro entender, ¿qué es lo que hace que dos personas se interesen profundamente la una por la otra? ¿En dónde está la lógica de buscarnos en el otro? El otro que soy yo. No hay, pero se justifica por la deliciosa ilusión de no estar solos. De estar en todos sitios. Se justifica en esta sonrisa que acepto cuando pienso en las miradas, palabras, pieles, manos y bromas que me faltan. Siento profundas saudades de compartir nuestro existir.

Es extraño volver a casa cuando ya no estás seguro de en dónde se encuentra. Es difícil poder entender al cien por ciento, entender con la claridad de que ahora estoy aquí escribiéndoles junto a mis gallos no paran de invocar sus sueños, que bien podría estar en cualquier otro sitio. Y estaría bien.

 

He aprendido a construir un bienestar que existe más allá de la ubicación de mi cuerpo, un bienestar que se regodea en lo nuevo y en las risas de extraños. Mas todo cambia y yo no puedo revivir en Asia el tiempo de mi infancia. México me tiene prendida a su ombligo como una madre celosa. He podido adoptar idiomas y naciones pero la mía, no me deja ir sin pedir nada a cambio. Me cobra la distancia cual marchanta necia, y no comprende que yo tampoco deseo irme por completo.

Tengo un vacío que si no ignoro, estoy siempre, a todo momento, buscando llenar. Un vacío que suena a parque los domingos y a mercado o a cantina con música de boleros, cualquier otro día de la semana. Un vacío oscuro que sabe a mole negro de Oaxaca y se siente caliente; delicioso como el mezcal cuando pasa espeso por la garganta. Pero, ¿cómo borrar esta mí huella que me acompaña en llanto y en nostalgias de fideo?

Suicida es quien quiere huir del despeñadero en el cual resuena su voz en un eco que habla su idioma.

Por eso vivo dejando espacio para la nostalgia de la misma forma que se deja unhuequito para el postre. Honrando el dolor del exilio que me acosa inesperadamente mientras bailo en calzones bajo la lluvia. Y ahora que es momento de volver no encuentro motivos para cambiar la humedad por el frío del asfalto. Mis paseos contenidos en largas sonrisas. ¿Cómo harás, México, para vivir a la altura del recuerdo que he construido? ¿Cómo harás para honrar mi nostalgia adolorida de tus plazas?

No tengo ninguna queja.
Estoy profundamente agradecida.
Me quedaré en esta, mi isla, por siempre.
Volveré a México el mes que viene.
No haré planes a más largo plazo que la eternidad que duran dos meses.
Deseo solamente, cientos de noches con los amigos que me quedan.
Discutir imposibles compartiendo botellas enteras de vino.
Abrazarlos. Prenderme a sus cinturas.
Hoy: quiero chilaquiles, las palmeras que veo desde la ventana y mi tristeza.
Derrumbarme en dudas sobre la casa que abriga mis desvaríos.
No tengo ninguna queja.
Poseo todo el tiempo que hace falta para el llanto.