Un texto de Carlos Palacios

La figura de San Juan Bautista ocupa un papel predominante en muchos aspectos de la cosmogonía de la mayoría de los pueblos latinoamericanos, incluso muchos de los pueblos repartidos a lo largo del continente lo tienen como su santo patrón. Solamente en México en nuestra región, denominada como Sotavento, encontramos un buen número de poblado donde esto se puede constatar (Catemaco, Tuxtepec, Chacalapa, Chinameca, Oluta, Chacaltianguis y Nopalapan, por ejemplo). Por otro lado, la llamada “noche de San Juan” (23-24 jun.) es uno de los momentos más significativos del año no solo para nuestra región, sino para buena parte del mundo influenciado por el cristianismo. Pero ¿qué esconde la figura de este personaje fuertemente presente en el sincretismo de nuestros pueblos? Quizá para entenderlo, sea necesario volver un poco hacia atrás, a los orígenes de la fe cristiana y el sincretismo logrado al contacto con las culturas mesoamericanas, lo cual resulta hoy en un cristianismo matizado por las distintas identidades que la asumieron de este lado del Atlántico.

San Juan Bautista y san Juan Evangelista, de El Greco

San Juan Bautista es considerado desde la antigüedad como uno de personajes más importante en el simbolismo cristiano. Emparentado por la tradición con el mismo Jesucristo, al considerarse según los relatos evangélicos hijo del sacerdote Zacarías e Isabel, prima de la virgen María. Más allá de su parentesco con la figura central del cristianismo, su importancia realmente recae en su persona y mensaje, que viene a configurarse como el vínculo entre el antiguo y el nuevo testamento, al ser el último ícono de la tradición profética veterotestamentaria y por lo tanto predecesor inmediato del Mesías anunciado.

Al conformarse la liturgia de la Iglesia en sus primeros siglos, la figura del Bautista recibió dentro de ella un lugar especial, siendo el único personaje dentro del santoral después de la virgen María, a quien también se le conmemora su natalicio (24 jun.) y no solamente el día de su muerte (29 jun.). Al carecer de fechas determinada para establecer algunas de las celebraciones que en aquel tiempo ya figuraban en el calendario cristiano, muchas fueron colocadas de tal modo que suplieran cristianamente algunas festividades importantes del mundo clásico. En este caso, el natalicio de San Juan fue colocado el 24 de junio, fecha cercana al solsticio de verano (celebrado por los romanos como una fiesta dedicada a la fertilidad con una vigilia que iba del 23 de junio al día siguiente, probablemente la referencia precristiana más inmediata a la hoy conocida como “noche de San Juan)”, que cronológicamente se encuentra entre la Encarnación (25 de mar.) y la Natividad de Jesús (25 de dic.), esta última cercana al solsticio de invierno (celebración del nacimiento del Sol Invicto dentro de las saturnalias romanas), de modo que pudiera coincidir alegóricamente con el tiempo medio de la gestación de Jesús.

La misión del Bautista aparece claramente delimitada por las Escrituras, según el evangelio lucano su padre Zacarías anunció su misión al momento de llevarlo a circuncidar, evocando que sería el profeta que abriría paso al Mesías que aparecería como un sol venido de lo alto, de ahí que, la celebración de su nacimiento se ajustara cerca del solsticio anterior al de invierno, evocando así teológicamente un cambio de era: el viejo sol que da lugar a la aparición del nuevo sol naciente.

En ese primer intento de suplir viejos cultos paganos aunado a la ya de por sí simbólica imagen del último profeta del Antiguo Testamento, la Natividad de San Juan Bautista recoge también dentro de la Iglesia latina y demás occidentales el misticismo de la noche que precedía al solsticio de verano, y que era celebrado con grandes vigilias dedicadas a la fertilidad tanto en el mundo romano como en otros pueblos del resto de Europa, y que al encontrarse con las diversas tradiciones religiosas del nuevo mundo encontraron en muchas de ellas su símil en torno a esta misma celebración. Así, la cristianización del solsticio de verano en ambos continentes derivó en que la noche del 23 al 24 de junio se convirtiera en una noche sagrada de purificación, cargada de un peculiar misticismo, reflejo de su antigua aura mágica y pagana, festejándose como la noche más corta y mágica del año: la “noche de San Juan”.

Noche de San Juan, en Tiempo de gitanos, de Emir Kusturika

Dentro del ámbito sotaventino, la festividad de San Juan Bautista no solo comparte elementos mesoamericanos, sino que también posee una fuerte influencia afrocaribeña, de lo que poco me he podido informar pero que resaltan en muchos rituales de purificación y curación realizados en este día, donde prevalecen matizados por otros más de origen prehispánico. En este mismo contexto, pero por el lado mesoamericano, San Juan Bautista aparece asociado tanto en el culto por sustitución iniciado por los primeros misioneros cómo en la misma apropiación que los pueblos originarios hicieron de él, con deidades como Tláloc (entre los pueblos nahuas) relacionados con el agua y la lluvia. Así, influenciada la región por la cultura nahua nace la creencia de que bajo las sierras de Los Tuxtlas y Santa Martha se encuentran los dominios de Tláloc: un reino subterráneo denominado como el Taalogan (similar al Tlalocan del Anáhuac). Sin embargo, anterior a este influjo cultural, el pueblo nuntaj+yi (zoque-popoluca) de la sierra de Santa Martha ya contaba en su mitología con la existencia del Taalogan, cuyo dueño no es otro sino Chane, el señor del monte y rey de los animales. Personaje que al pasar al contexto nahua y mestizo que también coexisten en las regiones montañosas del sur de Veracruz se transforma en el Señor del Monte, el Baxin o Juan del Monte, estableciendo un paralelismo un tanto difuso, aunque paradójicamente muy evidente con San Juan Bautista en las atribuciones concedidas a ambos personajes por el colectivo local.

Juan del Monte, es en los Tuxtlas y Santa Martha el señor del monte, dueño de los animales y guardián de esas tierras. Siempre presto, con sus ayudantes los chaneques, a castigar a todo aquel que ose perturbar la paz y el equilibrio del monte. Para protegerse de él, los habitantes de ambas sierras suelen pedirle permiso a través de ciertas ofrendas y oraciones para poder penetrar en sus dominios, especialmente cuando se piensa extraer de ellos algún beneficio como presas de caza, leña, madera o plantas medicinales y de poder. Quién rompa este equilibrio se cree que parecerá un castigo de mano del mismo Señor de Monte o de alguno de sus ayudantes; para curar a quienes han sido castigados “robándoles la sombra” o “encantándolos” en la selva se realizan algunos ritos, en los que regularmente resalta el uso de una triple invocación donde se debe de mencionar con claridad y potencia el nombre de Juan.

En esta invocación es donde podemos encontrar el paralelismo existente entre el Señor del Monte y el Bautista, pues según algunas viejas consejas esta se hace por una simple analogía teológica que recae en el hecho de que San Juan Bautista es presentado en los Evangelios como el precursor del Mesías: el que abre los caminos al Salvador. Resultando así la creencia de que también es él quien tiene el poder para abrir los caminos del Encanto, haciéndose así esta invocación sin distinguir claramente entre ambas entidades, resultando indistinto el destinatario, que al parecer de quienes la realizan no importa por quien sea escuchada, encontrándose así ambos entes muy mezclados en la cosmovisión sotaventina.

Resultado de esta mixtura es la actual connotación de la “noche de San Juan” en el Sotavento, donde no solo se resalta el poder y fecundidad de esa noche propicia para la siembra y curación de herramientas y otros menesteres, sino que también se vincula a una serie de creencias míticas que la hacen rodearse de un sinfín de historias de carácter místico y sobrenatural, pues se asume que en esta noche se abren las puertas del Encanto: el Taalogan prehispánico o el terreno onírico del mundo mestizo resultado del choque y fusión de sus elementos identitarios.

Entrada a la cueva de la Virgen del Carmen, en Catemaco

Por ello, en Sotavento la “noche de San Juan” posee un matiz sobrenatural y una atmosfera de cierto modo sobrecogedora, quizá solo comparada con la noche del “primer viernes de marzo” de los Tuxtlas, donde los demonios y chaneques andan sueltos, se liberan los animales más fantásticos guardados en las entrañas de las montañas, las sirenas hacen su aparición en las muchas lagunas y ríos que cruzan estas tierras (razón por la cual los abuelos recomendaban no salir después de la media noche para evitar ver aquello prohibido a los ojos humanos), y los sotaventinos se disponen a celebrar o pedir la llegada de las “aguas” (las esperadas lluvias de San Juan tan propicias para el campesino y el ganadero), símbolo de la fecundidad celebrada en forma de mayordomías y fandangos en muchos puntos de la región y beneficiándose de una noche tan propicia para ciertos ritos a través de los cuales las mujeres y hombres de estas tierras, aprovechan el Encanto abierto, para invocar su poder sobre sus necesidades físicas y espirituales, a la vez que funden estas oraciones con las dedicadas a San Juan Bautista elevándolas así hacia un solo personaje resultado de un fuerte proceso sincrético cuyo origen traspasa los ecos de las múltiples tradiciones milenarias que se conjugan para recrearlo.

Al llegar el día la fiesta continua con el fandango amanecido y el rugido del lícer en Santiago Tuxtla que anuncian la renovación del ciclo vital con las lluvias traídas por Tláloc, agradecidos por los beneficios otorgados por el monte y sus guardianes, y por la siempre poderosa intercesión de San Juan Bautista en las dificultades de los hombres. Personajes a la vez tan distintos pero fundidos bajo una sola e inherente cosmovisión.

Líceres en Santiago Tuxtla