220px-Poetry_film_posterChi (AKA: poetry), 2010

País: Corea del sur

Director: Chang-dong Lee.

Escritor: Chang-dong Lee.

Con: Jeong-hie Yun, Nae-sang Ahn y Da-wit Lee

Duración: 139 min.

 

Mija platica con la cajera de un supermercado, está por pagar pero olvida el nombre del accesorio donde guarda el dinero, hace varias pausas, ríe nerviosamente y pregunta cómo se llama lo que está buscando. “¿La cartera?”, le responden; en ese momento sabemos que algo no está bien en aquella anciana de rostro alegre. Llega a su casa, una casa pequeña, humilde y desordenada -muy distinta a los departamentos sofisticados de Seúl mostrados en otras cintas surcoreanas-, el ruido de la música le lastima, abre la puerta del cuarto, su nieto Wook duerme y, la respuesta que da, sólo nos hace suponer que de nuevo, hay algo que no está bien.

Siguiente corte, Mija acude a una clase de poesía en un centro comunitario, a pesar de que el grupo está cerrado, ella suplica porque se le deje entrar. Desea aprender cómo escribir un poema, desea ver las cosas de otra forma, desea sentir el mundo con su corazón.

La película ha arrancado y el director Lee Chagdong logra poner una enorme flecha sobre Mija, invitándonos a compartir su lucha por encontrar la belleza en una realidad que se desmorona, utilizando la poesía como vehículo del alma; con las palabras como sus nuevos ojos hacia el mundo.

Shi de Lee Chagdong (Corea del sur, 2010), no deja de ser un melodrama de vieja estructura: cada uno de los minutos parece estar diseñado para que la protagonista sufra, sus acciones sólo parecen meterla en más problemas y hay un mundo indiferente que cae como piedra sobre ella. Y es que la anciana bondadosa, no sólo tiene que luchar con el desprecio y desinterés de su nieto, sino con los actos de éste, así como las presiones externas que comienzan a destrozar su sonrisa cálida.

Esta historia podría formar parte del catálogo de clichés de los cientos de melodramas que pululan año con año en las salas de cine, pero Shi tiene algo distinto, algo que la diferencia y la pone en otro rango: su sello surcoreano.

Podemos aceptar que, en este momento, el cine realizado en Corea del Sur está de moda, a tal grado de que hace algunos años, los críticos salieron a vociferar la presencia de una Nueva Ola Coreana; y tal vez no estaban exagerando. El cine surcoreano ha logrado posicionarse de diferentes maneras en el mundo y en su propia nación, ya sea como cine comercial (The host, 2006; Bong Joon-ho), cine de autor (Samaria, 2004) y cine de festival (Oldboy, 2004, Chan Wook-Park), en cualquiera de estas formas, Corea del Sur ha dado mucho de qué hablar en los últimos años.

Y es que el sello tan particular de sus películas, y en este caso de Shi, nos hace darnos cuenta, desde los primeros minutos, que nos encontramos frente a las mismas temáticas universales, pero abordadas de manera distinta por el ojo de los directores surcoreanos.

Los poemas, casi Haikus, que escribe Mija a través de la película son insertados en primerísimos planos a forma de cortinillas y su caligrafía desborda sus pensamientos más simples y más complejos, exhibiendo su sentir frente al público, sin recurrir a llantos prolongados, rostros demacrados frente al espejo o tediosas secuencias de chantaje emocional propias de otros estilos de cine.

Mija juega bádminton con Wook, y su ímpetu casi juvenil por el juego, hace ver a su nieto como un anciano apático, aburrido y malhumorado; de esta forma atisbamos las características de las nuevas generaciones surcoreanas, sin recurrir a violencia emocional a escenas de gritos en toda la película, o al uso de recursos melodramáticos que pongan en evidencia la tiranía del nieto sobre la indefensa anciana.

El maestro de poesía de Mija es un hombre mesurado, que imparte su clase con alegría, alguien al que podemos sentir como una persona real, un profesor de centro comunitario y poeta de prestigio local, no es un tipo carismático que se para en un escritorio con actitud de capitán y grita Carpe diem, no es un artista atormentado que desprecia a sus alumnos y utiliza su clase para poder cambiar su vida; no, él es real.

Estos tres ejemplos bastan para conocer que la mirada surcoreana es completamente distintos al resto, que su cine, sin imponérselo -como en el caso del dogma danés-, ha logrado crear un estilo propio, lleno de mesura, cargado de emociones que no necesitan salir durante minutos en pantalla para cumplir su objetivo, libre de música innecesaria que eleve los puntos dramáticos, o de tomas rebuscadas que pongan en primer plano el sufrimiento humano a través de los rostros. No, estamos frente a la belleza sutil, frente al no comunicar más que lo necesario y, sobre todo, a la preponderancia de los pequeños actos, sobre la pesadez de una larga serie de acciones.

Es sorprendente que, con estas características, el cine surcoreano haya logrado convertirse, no sólo en una vanguardia internacional, donde los reflectores mundiales están alertas de sus actividad, sino en una industria rentable, creativa y sana, donde conviven en armonía las películas de producciones épicas con las de corte independiente, donde se consume cine extranjero pero predomina el gusto por el nacional, donde se exportan películas con presencia en Cannes, Venecia y Berlín, a la par que otras películas son compradas para realizar remakes en Hollywood y Bollywood; esta industria, tan bien consolidada, es lo que ha propiciado -más que una moda-, el esplendor del cine coreano, y el crecimiento en general del cine asiático.

El desarrollo económico que goza Corea del sur después de la crisis del 97, es fundamental para entender el fenómeno de su cine y las miradas críticas de sus directores, quienes, en su mayoría, buscan denunciar la enajenación de su sociedad frente a la forma de vida occidental; representada por el consumismo, la preponderancia de la individualidad sobre el grupo y sobre todo, el dinero como solución.

Mija se entera de un acto que ha cometido su nieto, un crimen atroz, que no es capaz de creer, los padres de familia están preocupados, no sólo fue Wook el autor del crimen; otros cinco chicos comparten la culpa. Todo puede solucionarse, el crimen no es tan grave según los jóvenes padres de familia. Ellos piensan en un arreglo con la familia de la víctima, un solo pago será suficiente para acallar las denuncias, para comprar el olvido; la libertad y prestigio de sus hijos tiene un precio que pueden pagar. En el caso de Mija, más que no poder conseguir el dinero, ella antepone un valor casi olvidado por los jóvenes padres de familia: la justicia. Wook es su nieto, y no habla con ella, no hay afecto en sus palabras, sólo le preocupa tener un celular nuevo y mirar televisión. Wook es su nieto, vive con ella como su único soporte, sustituyendo a una madre que lo ha olvidado después de un divorcio y partió a Seúl a mejorar sus condiciones de vida, a luchar por el individualismo. Wook es su nieto y si ella accede puede resultar impune de su crimen, siempre y cuando logre conseguir el dinero que lo soluciona todo.

La crítica es sutil, como todo el cine surcoreano, de nuevo, no se necesitan largos monólogos que versen sobre los vicios del sistema capitalista, no se necesitan fragmentos de comerciales u hombres trajeados con celulares costosos en mano, no, los problemas que aquejan a toda Corea del Sur están ahí, en el pequeño pueblo, en la vida de Mija con Wook, en la lucha de la abuela por entender el mundo a través del arte, de las palabras, de la poesía pintada de café, frente al espectacular avance del capitalismo en sus luces neón.

Shi podría haber estado destinada a ser una película común, un melodrama más, una historia olvidable en cientos de cajas para DVDs, o una película para rellenar salas en épocas de baja de producción. Esto sólo hubiera pasado si la película se hubiera filmado en otro lado, si la idea hubiera surgido en la cabeza de un director occidental, pero, afortunadamente, Shi fue concebida por la mirada surcoreana, y arropada por el esplendor de su cine.