Por: Carlos López-Gómez

La primera vez que lo vi, fue en la sala de espera del consultorio del doctor Henry S. Maning. Estaba sentado debajo de un gran reloj circular, con la pierna izquierda cruzada encima de la derecha, y parecía que en cualquier momento iba a levantarse a asesinar a la secretaria, a quien nunca le quitó la vista de encima, mientras ella seguía haciendo su trabajo. Sin embargo, se limitó a esperar casi una hora antes de entrar a su consulta, salió quince minutos después, con una receta que dobló minuciosamente en cuatro partes, y abrió la puerta con una enorme sonrisa en el rostro; tan tranquilo, que pensé que en vez de matar a la secretaria había matado a Maning. Y así lo hizo. El cadáver del doctor estaba en una posición extraña, un asqueroso aroma a chicle de zarzamora parecía salir de su boca entreabierta, y una sustancia viscosa, de color morado, manaba de sus ojos y sus oídos, cayendo en gruesos goterones al piso. No pude ni imaginarme lo que había hecho ese hombre, al que vi salir tan contento unos minutos antes, para dejar a Henry S. Maning en ese estado. Tampoco me esforcé demasiado en hacerlo. Una horrible sensación de náusea me obligó a salir corriendo de ahí. La secretaria, quien observaba con tanto asombro como yo el cadáver del doctor, intentó detenerme pero fue inútil. Todavía ahora recuerdo sus gritos mientras se cerraba la puerta del elevador, y me dan escalofríos.

Cuando entré a la recámara del señor Arístides Bleur, lo encontré tirado bocabajo sobre la alfombra, totalmente desnudo, y con las piernas y los brazos abiertos como si estuviera haciendo angelitos. Le pedí de favor que volviera a la cama. Varias veces, de hecho, hasta que por fin me hizo caso y se escondió debajo de las sábanas. Empezó a llorar como un niño, sin hacer escándalo, nada más con unos sollozos tristes que intercalaba con unas grandes sorbidas de mocos. La verdad es que no tuve alternativa. Me senté junto a él y empecé a pasarle la mano por la espalda mientras le repetía una y otra vez que todo iba a estar bien, que ya no llorara, que se tomara el desayuno. Poco a poco logré convencerlo. Se tomó la cajita de chocolate Hershy’s de un solo trago y me sonrió. De verdad que parecía un niño.

Subí a mi auto y empecé a manejar sin saber a cierta a dónde tenía que ir. Avanzaba en automático, como si un geoposicionador satelital descompuesto se hubiera apoderado de mi mente. Me dolía la cabeza, el sudor empapaba poco a poco mi ropa, apenas lograba respirar, todas las cosas estaban cubiertas por una espesa neblina, y ese olor, ese pinche olor a chicle de zarzamora. Un repugnante chorro de vómito morado salió de mi boca. Eso es lo último que recuerdo con claridad. Lo demás sucedió en un instante: pisé el acelerador a fondo vidrios rotos manchados de sangre con pedazos de piel en medio de la calle fierros llanto gritos gasolina derramada.

Mucho tiempo después, llegó una ambulancia. Escuché su sirena a lo lejos, sin que pudiera recobrar plenamente la conciencia, alternando visiones aisladas del choque con lapsos de oscuridad absoluta, cerrada.

De pronto, unas gruesas manos me arrastraron fuera del auto y unos minutos, o una eternidad más tarde -–aún no consigo establecerlo con precisión–, me encontré recostado en mi cama, sin dolor y, aparentemente, sin una sola herida en el cuerpo.

–No existe nada más peligroso que el vodka mezclado con jugo de uva. Se lo digo por experiencia. Una vez tomé tanto de eso que choqué contra una camioneta en el entronque de Tlalpan y Churubusco. No me acuerdo bien cómo pasó, pero estuve hospitalizado trece semanas. Aquí está en mi carnet, vea.

El hombre revisó cuidadosamente la cartilla hospitalaria que le entregó el único paciente de la sala de espera. No encontró nada, ni una sola anotación, pero la devolvió con una mirada tan indiferente que parecía decir: “es verdad, usted estuvo hospitalizado trece semanas después de sufrir un accidente automovilístico, provocado por la ingesta excesiva de vodka mezclado con jugo de uva”. Luego volvió a prender la pulidora y continuó haciendo su trabajo. Aún le faltaba media sala por pulir.

Arístides Bleur sonrió, satisfecho. Se guardó el carnet en la bolsa trasera del pantalón, y empezó a caminar detrás del hombre que pulía los pisos del hospital. De vez en cuando, daba unos saltitos laterales y estiraba el cuello para llamar su atención, pero no consiguió que el hombre volviera a fijarse en él. Al fin, exhausto de tanto brincar y caminar, se paró frente a la pulidora, decidido a ya no moverse. El aparato, sin embargo, siguió funcionando. Arístides clavó una mirada de reclamo en los ojos del hombre. El ceño fruncido, los cachetes inflados y los labios tensos, le daban un aspecto de absoluto idiota.

–Apaga eso –dijo, señalando con la barbilla la rueda de la pulidora. El hombre no contestó. Nada más se cruzó de brazos e inclinó un poco la cabeza hacia la izquierda. Luego sacó unos lentes de la bolsa de su camisa, y se los puso en un solo movimiento, firme y suave a la vez. Cuando Arístides vio al hombre con lentes, su mueca de idiota se disolvió para darle paso a un gesto de terror que desfiguró todas la líneas de su rostro. Se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar escandalosamente, hasta que el ruido de su llanto fue lo único que se escuchaba en ese lugar. El hombre se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

–¿Sabes quién soy, Arístides? –preguntó.

–Henri S. Maning –contestó Arístides Bleur, mientras se limpiaba las lágrimas con la manga de la camisa. –Henri S. Maning. Usted está muerto, lo asesinó un hombre que vi en la sala de espera de su consultorio la tarde en que me accidenté. Está muerto. Le salía una cosa morada por las orejas y los ojos. Está muerto.

–¿De verdad crees que estoy muerto, Arístides? Mírame bien.

Arístides se acercó al rostro del hombre hasta casi tocarlo, pero, mientras se acercaba, los rasgos del doctor se hacían cada vez más borrosos. Entrecerró los ojos un instante para enfocarlo mejor y, al abrirlos nuevamente, encontró unos labios de mujer, una nariz fina y recta, una mirada ambarina, una frente sobre la que descansaba un mechón de pelo negro que no podía retener la cofia de enfermera. Se alejó un poco para ver mejor aquella cara perfecta y el cuerpo al que pertenecía. Se trataba de un mujer muy joven, de veintiuno o veintidós años, quizá. Unos senos redondos y prominentes se desbordaban por el escote de su diminuto vestido blanco, sus piernas estaban adornadas por una medias que terminaban en un grueso y maravilloso encaje, sus ojos negros interrogaban a los labios Arístides como si escondieran un asqueroso secreto. Tardó en reconocerla, pero no había duda: era ella, Kacey Kelly, la reina del gangbang, la misma a la que había visto coger debajo del agua, despachar a una docena de hombres, al mismo tiempo, en una película de internet; tragar en unos cuantos minutos cuarenta dosis de esperma. Sin embargo, a diferencia de la actitud inocente, del sometimiento voluntario que Kacey Kelly adoptaba en todas sus películas, y que tanto excitaba a Arístides, la presencia física de esa mujer resultaba violenta, aterradora, como debía suceder con cualquier actriz porno que se enfrentara a un civil. 

–¿No me reconoces, Arístides? -–preguntó Kacey Kelly, pero su voz era la del doctor Maning.

Arístides retrocedió como si hubiera recibido una descarga eléctrica, chocó contra un cuerpo, volteó con los ojos desorbitados y encontró a Tera Patrick, a Lela Star, a Alexis Texas, a Belladona, a Tori Lane, a Liz Vicious, a todas, todas las pornstars de las que se había enamorado en la web, convertidas en hermosos maniquíes desnudos que avanzaban hacia él con movimientos torpes, emitiendo gemidos sobreactuados, abriendo y cerrando los ojos en intervalos regulares. Arístides empezó a correr alrededor de la sala de espera en busca de una puerta por la que pudiera escapar, pero sólo encontró gruesas placas metálicas que le cerraban el paso. Los maniquíes de las pornstars terminaron por encerrarlo en un rincón. Tori Lane y Lela Star lo sujetaron de los brazos, Tera Patrick y Belladona de las piernas. Arístides trató de zafarse, de resistir hasta donde se lo permitieran sus músculos, pero la fuerza de los maniquíes era infinitamente superior. Los dedos de Liz Vicious lo despojaron de sus pantalones y los gemidos de las pornstars se detuvieron por completo, envolviendo las nalgas desnudas de Arístides en un áspero silencio. Entonces Kacey Kelly se abrió paso entre las demás, se alzó el vestido y se amarró a la cintura un arnés del que sobresalía un enorme dildo morado. Al sentir aquel pedazo de plástico dentro de su culo, Arístides lanzó un alarido estremecedor que hizo sonreír de satisfacción a todas las pornstars. A la segunda embestida, sintió que una sustancia espesa inundaba sus venas y se esparcía por todo su cuerpo, abriendo grietas por sus músculos, buscando salidas inmediatas. Sintió que sus oídos y sus pómulos se humedecían. El dolor paralizó sus pulmones y su corazón.

–Voy a hacerle unas preguntas de rutina para llenar el formulario de su expediente –, dijo el doctor Henry S. Maning, y yo le dije que sí con la cabeza. Me sentía fatigado. La verdad, no estaba de humor para soportar ninguna pregunta.

–¿Conoce usted Kentucky?

–No.

–¿Se ha mojado los pies en la ribera del Volga?

–No.

–¿Alguna vez ha tenido sueños eróticos con Karla Bruni?

–No -–, contesté inmediatamente, pero mentí, y creo que el doctor Maning se dio cuenta, porque alzó la mirada de sus notas para observarme por encima de la montura de sus lentes.

–¿Vio a un hombre vestido de negro en la sala de espera?

–Sí.

–¿Usaba pantalones ajustados?

–Sí.

–¿A través de qué medio se enteró usted de nuestros servicios?

–Me recomendó un amigo.

–¿Cómo se llama su amigo, lo recuerda?

–No, la verdad no.

–¿Le gusta mi enfermera? 

En todo el tiempo que llevaba ahí no había visto a una sola enfermera, pero contesté que sí. Aún no sé por qué. Entonces el doctor Maning dejó sus notas sobre el escritorio y me pidió que me quitara toda la ropa excepto los boxers. Luego señaló una cama y me ordenó que me recostara en ella. Sacó un vasito de plástico con unas patillas moradas, abrió una botella de agua y me dijo que en ese mismo instante íbamos a iniciar el tratamiento. Quizá hubiera sido una experiencia maravillosa, pero decidí no arriesgarme. Salté de la cama y me abalancé contra él. Las pastillas rodaron por el piso, el agua se derramó por todas partes. Lo golpee varias veces en el estómago, hasta que estuve seguro de que no iba a ofrecer resistencia. Entonces levanté las pastillas y se las metí a la boca. Lo asfixié un poco para obligarlo a tragarlas. Me vestí, con toda la calma del mundo, mientras él se retorcía en el piso. Arranqué la hoja donde Maning escribió las notas para mi expediente y salí del consultorio, contento.