Este cuento lo leímos por primera vez en “Visiones periféricas, antología de la ciencia ficción mexicana” (2001), y lo tomamos de Axxon, uno pensaría que podría perder vigencia, pero no sólo sigue vigente, sino que resulta proféctico, y  es que al final, todo el entramado de la corrupción en México es digno de narrarse y más cuando se hace de esta forma.

LOS ANTIGUOS MEXICANOS A TRAVÉS DE SUS RUINAS Y SUS VESTIGIOS

Gonzalo Martre*

Se iniciaba el año 2910, la Sociedad Mundial de Geografía e Historia, con sede en Calcuta, dedicó el año a México, país del cual se había perdido la pista histórica hacía unos cinco siglos.

La Fundación Gandhi aportó los fondos necesarios para la expedición científica que buscaría entre los paralelos 16 y 32 de América del Norte algo más que los vestigios diseminados en los museos de El Cairo, Pekín, Budapest y Praga. En el Instituto Mundial de Cine ubicado en Budapest se guardaban fragmentos de tres películas mexicanas que daban alguna idea del México de hacía mil años: “Vámonos con Pancho Villa” de Fernando de Fuentes, cinta que aludía a una guerra civil denominada, no se sabe por quién ni por qué, “Revolución mexicana”; una película casi completa de Juan Orol: “Charros contra gángsters”, pintura fiel —se suponía— del acontecer urbano de aquella macrópolis que fue la ciudad de México, y “Las ficheras”, de director desconocido, considerada no como una película de entretenimiento sino como un documental filmado por bisoños de aquella lejanísima época.
En el Museo de Arqueología de El Cairo se conservaba un impresionante monolito conocido como la Gran Madre Mexicana, horrorosa figura con un cinto de cráneos; el Museo de Historia de Pekín poseía fragmentos de una novela en dos tomos de L. Zamora Plowes, “Quince uñas y Casanova”, que intrigaba mucho a los investigadores chinos, impedidos de reconstruirla en su totalidad, porque no podían entender la psicología del personaje central, un tal Antonio López de Santa Anna, delirante surrealista.
Finalmente, en el Museo de Periodismo de Praga, podía consultarse el microfilme de un tomo completo de la revista “Alarma”, que contenía 52 números correspondientes al año de 1983. Copias del microfilme figuraban en las principales universidades del mundo, pues era el documento más extenso proveniente de aquel exótico país de la antigüedad.
Sociólogos, historiadores, arqueólogos, economistas, antropólogos y ecólogos sostenían tesis disímbolas acerca del nacimiento, auge y extinción de México, pero aún cuando sus puntos de vista fuesen distantes unos de otros y hasta opuestos, todos coincidían en uno solo: los mexicanos fueron unos auténticos hijos de puta. Peor que los alemanes, pues si éstos tenían el prurito de la conquista del universo, y en ese empeño orquestaron dos guerras que trajeron a la raza humana incalculable progreso tecnológico, en cambio la pasión central de los mexicanos era destruirse entre sí y acabar con su país, lo cual consiguieron exitosamente al correr de los años.
Al frente de la expedición figuró el Dr. Rabrindanath Shankar, especialista en todo, quien sostenía que los primeros todólogos universales fueron precisamente políticos mexicanos. Sus colegas de Benares alegaban que tal afirmación era insostenible, pues ¿cómo una nación de todólogos pudo haber desaparecido sin dejar casi huella?
A Marija Lourencic Svetek, guapa giganta rubia de dos metros de altura, le correspondió la sección de sociología. Después de un profundo análisis computarizado del tomo “Alarma”, Maya, diminutivo de Marija, predecía que los mexicanos se habían extinguido asesinándose mutuamente por causas baladíes.
El sexólogo húngaro Janos Nagy, quien había visto mil veces los fragmentos fílmicos guardados en la cineteca de Budapest, no descartaba la violencia, pero argüía que, la causa de aquella extraña extinción se fincaba en la lujuria, porque los antiguos mexicanos —decía—, como grandes fornicadores, sobrepoblaron al país —se sabía que el DF fue la ciudad más extensa de la antigüedad— a tal grado que murieron por falta del espacio vital. Dispuesto a demostrarlo, pidió y obtuvo su ingreso en la expedición de Shankar.
El historiador Joseph Betak también había hecho el análisis computarizado del tomo de “Alarma” y con mayores facilidades, puesto que viviendo en Praga, la Universidad de Carolina le proporcionó un selecto equipo de ayudantes, extrapoló al pasado con la novela de Plowes emitiendo otra tesis: los mexicanos se acabaron por su nulo sentido de visión histórica, vivían para el presente y el futuro los ahogó.
El economista Liubomir Ivanov ganó su inclusión en la expedición sosteniendo la tesis búlgara de la ineptitud economicista; los antiguos mexicanos, razonaba L. Ivanov, tuvieron economistas tan malos que necesariamente quebraron al país y, al no poder éste recuperarse jamás, emigraron en masa siendo absorbidos por otras nacionalidades. Al preguntar a Liubomir de dónde sacaba esa tesis tan extraña, éste se apoyó en un hecho incontrovertible. En ningún museo numismático del mundo podía hallarse un solo ejemplar de moneda mexicana, ya fuese de metal o de papel.
La arqueóloga Waltraut Elíe defendía su tesis basada en el estudio morfológico-simbólico de la Cuatlicue; adoradores de la muerte, para los antiguos mexicanos la perfección misma estaba en el holocausto ecuménico. Después de varios intentos, siendo el primero ése de 1910, llegó el día en que perfeccionaron a tal grado el arte de morir que se murieron todos. Y citaba una frase hallada por ella en los vestigios antes citados, “Ahora que están enterrando gratis, vámonos muriendo todos”. y dedujo que ése era el lema nacional de esa nación suicida:
El ecólogo Félix Luis Viera coincidía con la joven Waltraut, pero según su teoría, el holocausto fue producto del subconsciente, no de un fundamentalismo basado en la muerte; raparon todos los montes con lo cual el desierto invadió el país en toda su extensión, latitud y altitud; contaminaron todas las aguas fluviales y emponzoñaron la atmósfera. Fue como otra Pompeya, sostenía el ecólogo Viera, pero con agonía de dos o tres siglos.
Previamente a la salida de la expedición Shankar, la Fundación Gandhi puso en órbita el primer satélite rastreador de ruinas arqueológicas, que detectó a la altura del paralelo 24 una importante formación en pleno desierto arenisco, donde a nadie se le ocurrió antes que ahí pudiese haber crecido un asentamiento humano.
La expedición llegó en una nave en forma de cubo al sitio señalado por el satélite. El Dr. Shankar puso en acción el plasma electrónico encargado de los trabajos propiamente físicos, mecánicos. La escotilla grande se abrió y salieron por su propio impulso diez máquinas cuyas funciones eran despejar el terreno, quitando la capa de arena, limpiar cuidadosamente las ruinas, hacer el levantamiento topográfico, instalar las cámaras de holoscopía en circuito cerrado, filmar desde todos los ángulos, proporcionar los datos al Plasmocerebro, que los sistematizaría, analizaría y traduciría. En realidad, la expedición podía ser controlada desde Calcuta, pero Shankar era un romántico y deseaba ver aquella emocionante reliquia antigua con sus propios ojos, no mediante red electrónica.
Por precaución elemental (¡ah famita de los mexicanos!), las primeras fases del descubrimiento fueron observadas desde el interior de la nave: una vez barrida la arena, apareció en los monitores un salvaje espectáculo: ¡cientos de viejos tractores oxidados! No era una ciudad, ¿qué era aquello? El Plasmocerebro respondió a la pregunta telepática: un cementerio de tractores. ¿Se podía visitar sin peligro? El Plasmocerebro respondió afirmativamente.
Shankar y su séquito científico volaron hasta los tractores, máquinas que en la antigüedad sirvieron para cultivar la tierra, máquinas toscas, imperfectas, de la Edad de la Combustión Interna.
El analista de maquinaria arcaica detectó defectos de construcción que inutilizaron los tractores a los pocos meses de uso. El analista de la protohistoria ubicó la época exacta en que fueron enterrados: 1981.
El Plasmocerebro alimentado previamente con el microfilme “¡Alarma!” efectuó una interrelación entre aquel cementerio de tractores y la crónica de la revista, colocando en su pantalla la maligna cara de un sujeto cuyo nombre —informó al instante—, fue de Antonio Toledo Porro. El Plasmocerebro subrayó una incongruencia mayúscula e insólita: dicho señor fue latifundista, simultáneamente Secretario de la Reforma Agraria y además representante de la firma constructora de aquellos cacharros averiados: la J. Deere. Los tractores fueron vendidos a ejidatarios con el evidente propósito de arruinarlos, pues aparte del sobreprecio que incluía una gran comisión para el vendedor, iban averiados a propósito para demostrar la inutilidad del ejido. El Plasmocerebro, naturalmente, proporcionó el significado de “ejido” y “ejidatario”, “latifundista” y “corrupción”, términos absolutamente desconocidos en el presente, pero muy vivenciales y dinámicos en el México antiguo.
Los miembros de la expedición Shankar no salían de su asombro; pidieron a sus cristales líquidos más datos, pero el Plasmocerebro no aportó ninguno más de carácter histórico. La descripción técnica de aquellas máquinas ya era conocida y carecía, por lo tanto, de importancia. Fue entonces cuando el Dr. Shankar sentenció: Cuando la cibernética encuentra su límite, el hombre lo traspone y ordenó la salida.
Bajaron y anduvieron por entre los escombros de aquellos cinco mil tractores con la esperanza de hacer bueno el aforismo shankariano. Se distribuyeron por grupos; Viera y Maya, provistos de microanalizadores y microsensores, registraron un bloque de trescientos, los cuales, según sus aparatos, no habían sido arrumbados por inservibles sino por causas desconocidas. Eran éstos de la marca Sidena, de tecnología japonesa y ensamblados en México.
Se dieron a la ímproba tarea de revisarlos uno por uno e invirtieron en ello dos horas; desesperaban ya de encontrar algún dato de provecho cuando en el tractor número 248 de aquel lote lograron un hallazgo muy importante, algo que las máquinas jamás podrían haber descubierto por sí solas, algo que sólo el ojo humano podía detectar: ¡un mensaje escrito con soldadura en el piso del tractor! Ingeniosamente disfrazado entre la retícula antiderrapante del piso metálico, sólo contenía tres palabras en español primitivo: ABRAN LOS CILINDROS.
Los dos exploradores se dieron a la tarea de localizar aquellos cilindros del mensaje, y cuando después de varias horas de intensa búsqueda reconocieron su derrota, llamaron al Plasmocerebro. Les envió un detector especial cuyo trabajo detectivesco duró dos minutos sin hallarlos. El Plasmocerebro emitió su veredicto: o fueron robados, destruidos o nunca existieron, pero ni en esa área ni en las otras hay cilindros.
Pero donde falló el Plasmocerebro triunfó la memoria de Viera; recordó que en un reportaje de “Alarma”, su principal fuente histórica, se reseñaba el conflicto entre dos sujetos, uno de ellos ruletero y el otro maistro tornero; el primero fue a reclamar al segundo el pésimo ajuste de sus cilindros, los cuales no eran otros que las cámaras del pistón del motor de un taxi. El segundo se negó a volver a rectificar el monoblock, negativa que orilló al primero a hundirle siete veces un desarmador en el vientre. ¡Los cilindros que buscaban pertenecían a la máquina del tractor que tenía la inscripción en el piso!
Maya y Viera regresaron al tractor y con un rayo laser abrieron cuidadosamente la tapa soldada de los cilindros y adentro de cada uno hallaron un rollo de aluminio en cuya superficie vieron grabada con láser de la primera generación la historia resumida de los antiguos mexicanos. Aquellos rollos fueron denominados los rollos del desierto y dieron al traste con muchas teorías sobre la desaparición de ese pueblo, aunque reforzaron la hipótesis de Maya sobre el asesinato de unos a otros, pero enriquecida con un elemento insospechado: la corrupción.
Según el Rollo No. 1, los mexicanos fueron tan corruptos, pero tan corruptos, que su sistema de gobierno y su modo general de vivir descansaba en una urdimbre oficial de extorsiones, chantajes, compadrazgos, maridajes, raterías, transas, maquinaciones, abusos de confianza, peculados y fraudes que implicaban la participación de la cúpula hasta la base. Así, a la altura del año 1994 rebasó todo lo acostumbrado antes y se descaró. Hubo en el 2001 un ligero descenso, pero regresó con más fuerza e intensidad. La corrupción —relataba el Rollo No. 1— comenzó a deteriorar no sólo la economía, sino la ecología del país. Los rapamontes acabaron con los bosques, no obstante que se implantaron leyes muy severas para quienes derribaran un árbol sin permiso. Las leyes eran aplicadas draconianamente a los campesinos ejidatarios, pero no así a los grandes concesionarios madereros. Con los bosques absolutamente pelones, no se hizo esperar la inclemencia del clima y los desiertos del norte avanzaron hacia el sur.
En el sureste, las selvas también fueron arrasadas a fuego vivo, para dar sitio a las praderas de pasto ganadero; con ello trajeron períodos de grandes sequías que fulminaron al ganado y, al cabo de dos centurias, los únicos animales aprovechables eran tuzas y ratones de campo. Selvas y pastizales retrocedieron ante el empuje de la erosión devastadora.
Según el Rollo No. 2, en 1983 se calculó la reserva petrolera apta para durar 56 años condicionada a una extracción de 2,8 millones de barriles diarios; como la corrupción imperante hacía subir sin cesar la deuda extranjera, hubo de aumentarse la extracción de aceite a espaldas del pueblo, que confiadamente creía no pasaba de 3 millones como máximo; pero por Dos Bocas, inmensa obra de ingeniería portuaria, tan sólo se exportaban 12 millones diarios, cinco de ellos furtivamente hacia los mercados libres de Rotterdam y Tánger, de modo que la reserva solamente duró 15 años y se agotó al cabo del todo; hubo de pagarse la deuda vendiendo la península de Baja California al estado de California (EU); el gasoducto internacional fue embargado y si el país no fue invadido se debió a que no valía un cacahuate. El Estado Mexicano quedó reducido a Xochimilco, Tlaxcala y Puebla.
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Ilustración: Héctor Chichayán
Según el Rollo No. 3, la corrupción oficial abarcó todos los niveles y todos los sectores, disparó la inflación y la criminalidad aumentó escandalosamente, a tal punto que fue posible conseguir la supresión de un pariente molesto mediante orden telefónica cargada a la tarjeta bancaria. Alarmado por su precaria supervivencia, el Sistema adoptó la más insólita medida; se trataba de salvar los restos del país, y eso no era posible sin suprimir la corrupción. Como era incontenible, transformó el sistema político y el mandato lo asumió un Contralor General, quien, investido de superpoderes, decretó la muerte de todos los adultos mayores de 30 años, por considerarlos irredentos, contaminados irreversiblemente del apátrida germen de la corrupción. La medida fue aplaudida por los legisladores, disciplinados hasta el final, confiados en que podrían comprar su vida “por debajo del escritorio”. El Contralor, apenas de 24 años de edad, hizo efectivo el decreto comenzando por ellos.
La población del país bajó a la mitad, pero el índice de corrupción no descendió ni un ápice. Al terminar ese sexenio, el Contralor General cumplía 30 años y se suicidó, pero dejó en varios cargos a sus hijos, nombrando al mayor, “orgullo de su nepotismo”, nuevo Contralor General, quien bajó aún más el nivel de supresión y fueron sacrificados todos los mexicanos mayores de 15 años de edad. Así el nivel de la población llegó al tercio del antiguo total y el índice de crecimiento demográfico se estancó patéticamente.
Pero en los libros de historia patria, de sociología y política, aún en las novelas y cuentos, podía hallarse huellas evidentes de los grandes corruptos, por lo cual y en aras de la salud pública y de la nacionalidad en peligro, fueron quemados todos, comenzando por las grandes bibliotecas y terminando por prohibir, bajo pena de muerte, cualquier libro que no fuese de tecnología. Sin embargo, muchos niños habían ya empozoñado sus mentes con la historia de la corrupción y hubo que decretarse nueva baja en el nivel cronológico, estableciéndose en un máximo de ocho años, con lo cual las jóvenes generaciones quedarían descontaminadas y se podría edificar un país limpio y próspero.
El nivel fue efectivo; no hubo más corrupción y, al cabo de dos años (todos los niños mayores de ocho años eran liquidados en cuanto alcanzaban la edad límite), la corrupción no se conocía ni de nombre, pero se presentó otro problema: la tasa demográfica reveló índice negativo (por la ausencia de médicos, de servicios hospitalarios y de gente en edad de procrear), que dejó a la población infantil a merced de todas las enfermedades, consiguiéndose la pronta desaparición de los últimos mexicanos.
En el Rollo No. 4, el cronista anónimo relató su odisea: él fue depositario por tradición oral de la historia de los antiguos mexicanos; siendo de inteligencia excepcional, pudo aprender a escribir a los cuatro años de edad, así como algunas artesanías metalúrgicas. Los últimos cinco mexicanos fueron niños menores de ocho años, él entre ellos. Al llegar a la edad límite tendrían que matarse unos a otros según sus fechas de aniversario. Tercero en ese orden, como no quería morir, mató a los otros y luego erró hacia el norte, donde existía un país que había tendido a lo largo de su frontera con México un cordón sanitario que ninguno podía rebasar sin perder la vida. Caminó hacia allá alimentándose de alimañas siguiendo la costa oeste, y así pudo llegar a un sitio donde se hacinaban miles de tractores descompuestos sepultados doscientos años atrás, pero que habían emergido de las dunas debido al caprichoso moverse del desierto. Encontró algunas herramientas y pudo escribir la historia, para en forma indeleble, dar ejemplo a los siglos venideros. Terminaba de escribir y de sellar el último cilindro cuando fue picado por una cascabel y murió a pocos metros del tractor que escogió como depósito de sus recuerdos.
Maya y Viera recibieron el Premio Gandhi por aquel trascendental descubrimiento que había mantenido intrigada a la humanidad.
Ya en posesión de aquellos datos, Shankar quiso desenterrar los restos de las principales ciudades mexicanas, D.F. Guadalajara y Monterrey, pero 800 años de erosión fueron demasiados siglos y como los edificios se construyeron con especificaciones alteradas del concreto, varilla y viguetas, en los primeros 300 años de abandono quedaron reducidos a polvo impalpable. La potencia abrasiva de la arena arrasó todo, a excepción de una gran piedra circular, como de un metro de grueso y dos de diámetro, cuyo uso fue fácilmente descifrado por el Plasmocerebro gracias a los relieves que la circundaban: fue utilizada por los antiguos mexicanos como altar de la muerte, ahí se arrancaban el corazón unos a otros y aun cuando la tradición ordenaba ungir a la terrible diosa del cinturón de cráneos con aquellos despojos sangrientos, el Sumo Sacerdote nada más le daba una talladita y luego vendía los corazones frescos en el tianguis de vísceras de Tlatelolco.
La memoria de la Expedición Shankar fue el bestseller del año y transcurrido éste, aquella historia trágica se olvidó.

*Gonzalo Martré nació en Metztitlán, Hidalgo, en 1928. Realizó estudios de ingeniería química en la UNAM y fue profesor y director de la preparatoria Uno. Militó en los partidos Comunista Mexicano (PCM) y Socialista Unificado de México (PSUM). Ha escrito una obra extensa y variada que abarca novela, cuento, relato, ensayo, crónica y reportaje. Entre sus libros se destacan Los endemoniados, Safari en la Zona Rosa, La noche de la séptima llama, El Chanfalla, Dime con quién andas y te diré quién herpes, ¿Tormenta Roja sobre México?, Apenas seda azul, Los símbolos transparentes y La emoción que paraliza el corazón. Con semejante obra a nuestro alcance no duden los lectores que Gonzalo será visitante asiduo de Axxón en los próximos meses.