A cada marrano le llega su San Martín y le ha tocado a la lectura. Estoy en el campanario de la educación gritando que la lectura ha muerto, igualito a Nietzsche, a Foucault y a Baudrillard que pregonaron el deceso de dios, el sujeto y la mismísima realidad respectivamente, así en hilera. Hasta me siento importante.

Y es que últimamente la lectura era tildada de pomada milagrosa que curaba el herpes, los jiotes, las almorranas, el astigmatismo, las liendres, la celulitis, las patas de gallo, los chancros y el mismísimo coronavirus. Además, se supone que ocasionaba el dichoso librepensamiento y un exasperante complejo de superioridad que llevaba a quienes lo ostentaban a usar monóculo y toda la cosa. Aunque cuando la lectura estaba viva, algunos intelectuales de bolsillo afirmaban que la situación mundial y la pobreza se debían a la falta de lectura. Por eso estamos como estamos, decían con las manos en los bandos. Consideraban a la lectura como parte de un programa de superación personal, y se sacaban selfis con el libro, así, haciendo como que leían.  

Y es que la lectura fue reducida a su utilidad mínima: la comprensión. El sistema educativo apuesta por la formación de comprendedores, dícese de aquellos individuos a los que les pasan una orden por escrito y la entienden a cabalidad y van y la realizan sin chistar. Nada de empleados que vayan y juzguen la ortografía de los administrativos. Eso sí que no.

La lectura no garantiza bondad, ni conciencia de sí. No te da poderes, ni te hace especial de alguna forma, no vaya a ser que en un momento los lectores comiencen a exigir derechos también como minoría vilipendiada y denuncien las maneras de segregación que padece un lector. Al rato van a querer su lugar exclusivo en el bus.

A Borges, lector ciego, la lectura le parecía una forma de felicidad. Habrá a quién la lectura le parezca una forma de infelicidad. Borges también habló del derecho de los lectores a abandonar un libro tedioso. La industria del libro ha cambiado de cuando dijo eso para acá. Los libros han triplicado su precio y perdura sobre ellos el peso que se le da al ejercicio de irlos descifrando. La lectura se ha convertido en una de las miles de caras que tiene el ser humano para ningunear a sus congéneres. Los que leen repudian a los que no leen por no leer. Dejemos de culpar a la lectura por los males del mundo. Y de achacarle su respectivo grado de escarmiento hacia el otro. Si el otro no lee y uno sí a quién carajos le importa, es su problema, así como el problema de uno es leer. Dejémonos en paz y dejemos en paz a la lectura. Dejemos de ostentarla como sesgo. La explicación justificativa de la convicción de que la lectura es buena se ha diluido. Quienes dicen que debemos leer no leen. Quienes dicen que debemos leer no tienen idea del falibilismo de la lógica o del falsacionismo propuesto por Karl Popper. Guiño, guiño.

Lee, en imperativo, para que no creas que leyendo eres superior moralmente a los demás, es decir a los que no leen. Lee si se te pega la regalada gana y si no, pues no leas, lo mismo da. Lo escribo sin amenaza y sin el afán aleccionador de quien se dedica, en una escuela, a obligar, porque así lo dice el sistema, a leer. Hay quienes exclusivamente leen autores europeos del siglo XX nacidos en Viena y judíos, allá ellos. Se dice que mil monos con libros bajo el brazo acabarían haciendo maravillas.

La lectura no tiene la obligación de despabilar a los lectores. No es una acción que deifique como ya lo he dicho. La lectura es una acción como cualquiera. Sanseacabó. En Grecia ocurrió que Dionisio de Siracusa capturó a medio centenar de guerreros atenienses. Propuso el indulto a los soldados que hubieran leído La Ilíada y fueran capaces de recitar algunos versos de memoria. Ese día Dionisio de Siracusa vio salir a cada uno de sus prisioneros de guerra.