_Por: João Guimarães Rosa
_Traducción de Virginia F. Wey
_Revisión de Valquiria Wey
Nuestro padre era un hombre cumplidor, ordenado, positivo, y fue así desde jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando busqué la información. De lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni más triste que los otros conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa.
Era en serio. Encargó la canoa, una especial, de cedro rojo, pequeña, sólo con la tablita de popa, para que cupiera justo el remero. Tuvo que ser fabricada toda ella, elegida fuerte y arqueada en rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre renegó contra la idea. ¿Sería posible que él, que no se ocupaba de esas artes, se iba a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre no hablaba. Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aún más cercana al río, menos de un cuarto de legua: el río por ahí se hacía grande, hondo, callado siempre. Ancho, de no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa quedó lista.
Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adiós. No dijo otras palabras, ni se llevó provisiones y ropas, ni nos hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida, mordió el labio y bramó: ¡Vete, puedes irte, no vuelvas más! Nuestro padre contuvo la respuesta. Me miró, haciendo ademán de que lo acompañara, sólo algunos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero, de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: ¿Padre, puedo ir con usted en esa canoa? Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de regreso. Hice como que volvía pero di la vuelta en la gruta del monte para ver. Nuestro padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo su sombra, como un yacaré, extendida, larga.
Nuestro padre no regresó. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no salir de ella nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no había, acontecía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se aconsejaron.
Nuestra madre, avergonzada, se portó con mucha cordura; por eso todos atribuyeron a nuestro padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos consideraban que podría tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que nuestro padre, tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como la lepra, desertaba para otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia.
Las noticias eran dadas por ciertas personas —pasantes, moradores de las riberas, incluso de la lejanía del otro lado—diciendo que nuestro padre nunca se acercaba a buscar tierra, en ningún punto o rincón, ni de día ni de noche, del modo como cursaba el río, libre solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros concluyeron que las provisiones que estuvieran escondidas en la canoa se gastarían; y él, o desembarcaba y se alejaba yéndose para siempre, lo que por lo menos correspondía con lo correcto, o se arrepentía, de una vez, y volvía a casa.
Eso era un engaño. Yo mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida hurtada: idea que tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente probó con prender fogatas a la orilla del río, mientras que a su claridad se rezaba y se llamaba. Después, seguido, aparecí con piloncillo, pan de maíz, penca de plátanos. Avisté a nuestro padre, al fin de una hora, que transcurrió lentamente: así solo, él allá a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó hacia acá, no hizo señas. Le enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca, a salvo de alimañas, de lluvia y rocío. Eso hice y rehíce siempre, mucho tiempo. Sorpresa que más tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, disimulaba no saberla; ella misma dejaba, al alcance, sobras de cosas, para que yo las consiguiese. Nuestra madre no se expresaba mucho.
Hizo venir a nuestro tío, su hermano, para ayudar en la hacienda y en los negocios. Hizo venir al maestro para nosotros los niños. Encomendó al cura que un día se parara, en la orilla, para conjurar y rogar a nuestro padre que desistiera de la entristecedora porfía. Otra vez, por disposición de ella, para amedrentar, vinieron los dos soldados. Todo lo cual no valió de nada. Nuestro padre pasaba a lo largo, entrevisto o desleído, cruzando en la canoa, sin dejar que se acercase nadie a la mano o a la voz. Incluso cuando estuvieron, no hace mucho, dos hombres del periódico, que trajeron lancha y pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desaparecía por el otro lado, detenía la canoa en el brezal de leguas que hay por entre juncos y matorrales, y que sólo él conocía, a palmos, en su oscuridad.
Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. A las penas que aquello trajo, uno nunca se acostumbró, es verdad. Lo sé por mí, que lo quería, y lo que no quería, sólo con nuestro padre lo hallaba; esto tironeaba mis pensamientos para atrás. Lo duro era no entender, de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año, sin protección, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, por todas las semanas, y meses, y los años —sin tener en cuenta cómo se le iba la vida. No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las islas y los bajíos del río, nunca más pisó suelo o pasto. Claro que al menos para su poco dormir, él debería amarrar la canoa en alguna punta de la isla, en lo escondido. Pero ni prendía fueguito en la playa, ni disponía de luz fabricada, nunca más raspó un cerillo. Lo que comía era casi nada; aun de lo que uno depositaba entre las raíces de la ceiba o en la gruta de la barranca, él recogía poco, a la fuerza. ¿No se enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para mantener derecha la canoa, resistente, aun en lo impetuoso de las arroyadas, en el subir de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente del río, arrolla todo, el peligroso; aquellos cuerpos de animales muertos y troncos de árboles bajando —en espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con persona alguna. Nosotros tampoco hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro padre no podía borrársenos; y si, por un rato, uno hacía como que olvidaba, era apenas para despertarse de nuevo, de repente, con la memoria, al provocarse otros sobresaltos.
Se casó mi hermana; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él cuando se comía una comida más sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, y nuestro padre, sólo con la mano y un guaje para ir vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro encontraba que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbón, con uñas grandes, enfermo y flaco, negro por el sol y por los pelos, con aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía de piezas de ropa que de cuando en cuando se le proporcionaban.
Y no quería saber de nosotros; ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por respeto, las veces que me alababan a causa de alguna buena acción mía, yo siempre decía: Fue papá el que un día me enseñó a hacerlo así…; lo que no era cierto, ni exacto; era mentira, por verdad. Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros, ¿por qué, entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió en que quería mostrarle el nieto. Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi hermana con un vestido blanco, el del casamiento, levantaba en los brazos a la criaturita, el marido sostuvo, para protegerlos, la sombrilla. Nosotros llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos lloramos, allí, abrazados.
Mi hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi hermana se decidió y se fue para una ciudad. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre, a residir con mi hermana. Había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre me necesitaba, lo sé —en su vagar por el río, por el yermo— sin dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto, indagué, me dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas habladurías, sin sentido, como ocurrió, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con lluvias que no escampaban, todos temieron el fin del mundo, decían que nuestro padre había sido el elegido como Noé, y que, por lo tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora medio lo recuero, mi padre, yo no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras canas.
Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta culpa? Si mi padre siempre ponía ausencia: y el río —río— río, el río ponía perpetuidad. Yo sufría el comienzo de la vejez —esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias, cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa se volcase o que flotase sin rumbo, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo, en el estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que no sé, el dolor abierto, en mi fuero. Sabría, si las cosas fuesen distintas. Y fui madurando una idea.
Sin vísperas. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más se usó, todos esos años, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces, todos. Lo fui, porque fui allá. Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba en mis cabales. Esperé. Por fin él apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la popa, estaba allí, al grito. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y declarando, tuve que reforzar la voz: Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo… Ahora regrese, no debería… regrese y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa…! Y, así diciendo, mi corazón latió en firme compás.
Él me escuchó. Se levantó. Manejó el remo en el agua, con la proa hacia acá, conforme. Y yo temblé, hondo, de repente: porque antes él había erguido el brazo y hecho un saludo —el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía… Con pavor, erizados los cabellos, corrí, huí, me arranqué de ahí en un proceder desatinado. Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo un perdón.
Sufrí el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que ahora es tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos, que en el capítulo de la muerte me agarren y depositen también en una simple canoa, en el agua, que no cesa, de extendidas orillas: y yo, río abajo, río afuera, río adentro —el río.