Ilustración: Jaffa, de Melissa Paredes

Ghassan Kanafani (1936-1972) fue un escritor palestino y miembro fundador de la Organización por la Liberación de Palestina (OLP). Al igual que miles de palestinos, Kanafani fue expulsado de Palestina en 1948 por el sionismo, movimiento colonialista surgido en el siglo XIX que reclama Palestina como la tierra de los judíos y que busca deshacerse de sus habitantes indígenas, los palestinos.

Kanafani comprendía que uno de los campos de lucha contra el sionismo se encontraba en las letras, razón por la cual dedicó sus textos a mostrar la vida y la situación de los palestinos frente al colonialismo sionista. En el cuento “La tierra de las naranjas tristes”, el escritor narra la experiencia de quienes de la noche a la mañana se vieron obligados a dejar sus hogares en 1948.

El texto que presentamos a continuación es una traducción directa del árabe realizada por Karina Zamorategui y Damián Meléndez. La traducción contó con el invaluable apoyo de Mohammad Magout.

Fuente: Kanafani, G. (2013). La tierra de las naranja tristes. Rimal.


La tierra de las naranjas tristes

Ghassan Kanafani

Cuando salimos de Yaffa a Akka no fue ninguna desgracia. De hecho salíamos cada año para pasar las vacaciones en otra ciudad, así que estuvimos en Akka de lo más normal, sin nada extraño. Tal vez era también que en aquella época yo estaba en mi infancia y disfrutaba el hecho de no tener que ir a la escuela. Como fuera, el panorama se empezó a esclarecer cada vez más en la noche del gran ataque a Akka. Esa cruel noche transcurrió entre el estupor de los hombres y los rezos de las mujeres. Tú y yo, y toda nuestra generación, éramos realmente jóvenes como para entender qué significaba todo este asunto. Sin embargo, esa noche comenzamos a atar los cabos de la historia y, en la mañana, cuando los judíos se fueron rabiando amenazantes se paró un camión frente a la puerta de nuestra casa. La ropa de cama volaba aquí y allá, desde la casa al camión en un trajín rápido y frenético. Yo estaba apoyado de espaldas en la pared de la antigua casa, cuando vi a tu mamá treparse al camión, luego a tu tía y a los niños; y tu papá te metió a ti y a tus hermanos, arriba de las maletas. Luego me sacó de la esquina donde estaba, me cargó en sus hombros, y me puso en la canasta de metal sobre el lugar del conductor, donde estaba sentado tranquilamente mi hermano Riyad. No me había acomodado todavía cuando el camión empezó a andar. Así, mi amada Akka desapareció poco a poco por las curvas del camino que se levantaba hacia Ras Naqura.

El tiempo estaba un poco nublado, y sentía que el frío se apoderaba de mi cuerpo. Riyad estaba sentado en total tranquilidad, con la pierna arriba del borde de metal, y con la espalda apoyada en las maletas contemplando el cielo. Yo estaba sentado en silencio, con la barbilla en medio de las rodillas y los brazos rodeándolas. Los campos de naranjas se extendían junto al camino. Un sentimiento de miedo nos inundaba a todos. El camión jadeaba sobre la tierra cubierta de rocío. Disparos lejanos parecían estarnos dando la despedida.

Cuando Ras Naqura empezó a vislumbrarse borrosamente a lo lejos, en el horizonte azul, el camión se detuvo. Las mujeres salieron de entre las maletas y se dirigieron hacia un campesino que estaba sentado en cuclillas, con una canasta de naranjas frente a sí. Agarraron las naranjas y luego nos llegó el sonido de su llanto. En ese momento me pareció que las naranjas eran una cosa amada, que esas frutas grandes y puras eran entrañables para nosotros. Cuando ya las habían comprado, y estaban subiéndolas al coche, se bajó tu papá del lado del copiloto, extendió la mano, agarró una naranja y se le quedó viendo en silencio. Luego explotó en llanto como un niño desamparado.

En Ras Naqura el camión se detuvo junto a muchos otros. Los hombres empezaron a entregar sus armas a los policías que estaban ahí parados. Cuando llegó nuestro turno vi los rifles y las ametralladoras en la mesa y la fila de camiones entrando a Líbano. Vi el camino zigzagueante alejándose de los campos de naranjos, y empecé a llorar. Tu mamá seguía mirando silenciosamente las naranjas. Y en los ojos de tu papá se reflejaban todos los árboles de naranjas que les dejó a los judíos. Todos esos naranjos bien cuidados que había comprado uno a uno; todo se reflejaba en su rostro y en el brillo de las lágrimas que no pudo contener delante del oficial de la estación de policía.
Por la tarde, cuando llegamos a Sidón, nos convertimos en refugiados.

El camino nos envolvía a nosotros y a otras personas. Tu papá se veía más viejo que antes, como si no hubiera dormido desde hace mucho tiempo. Estaba parado en la calle frente a las maletas, a medio camino. Imaginé que si me acercaba a él para decirle cualquier cosa explotaría hacia mí diciéndome: “¡Maldita sea, maldito sea tu padre!”. Estos insultos se advertían claramente en su cara. Incluso yo, un niño educado en una escuela religiosa estricta, dudé en ese momento que este dios verdaderamente quisiera ayudar a la humanidad; dudé que este dios pudiera escuchar y verlo todo. Las imágenes a color que nos daban en la capilla de la escuela, que representaban al Señor, piadoso y sonriéndoles a los niños, parecían otra de las mentiras de los que abren escuelas conservadoras solo para cobrar colegiaturas más caras. Ya no dudaba que el dios que habíamos conocido en Palestina se hubiera ido también de allí, y que se hubiera refugiado en un lugar desconocido, y que él mismo hubiera sido incapaz de encontrar una solución a sus problemas. En cuanto a nosotros, los refugiados, nos sentamos en la banqueta a esperar un nuevo destino que trajera una solución, y mientras, éramos responsables de construir un techo para refugiarnos en la noche debajo de él. La angustia empezaba a destruir nuestra mente joven e ingenua.

La noche es algo pavoroso. Y la oscuridad, que cubría las cosas una a una por encima de nuestras cabezas, aterrorizaba mi corazón. La sola idea de pasar la noche en el suelo provocaba en mí distintos miedos. Esa idea era dura y cruel. No había nadie que se apiadara de mí. No encontraba a ningún ser humano en quien refugiarme. La mirada silenciosa de tu papá me despertaba un nuevo miedo en el pecho. La naranja en la mano de tu mamá me hacía hervir la cabeza. Todos estábamos en silencio, mirando al negro camino, deseosos de que el destino apareciera a la vuelta de la esquina ofreciendo soluciones a nuestros problemas y que nos llevara a algún techo. De repente el destino apareció: tu tío había llegado a esta ciudad antes que nosotros, y él era nuestro destino.

Tu tío no creía mucho en la moral, y cuando se encontró a sí mismo en la calle, como nosotros, ya no creyó en ella para nada. Así que se dirigió a una casa donde vivía una familia judía, abrió la puerta, echó sus maletas ahí, y con su cara redonda les dijo claramente: “¡Váyanse a Palestina!”. Por supuesto no se fueron, pero como tenían miedo de su reacción, se fueron al cuarto de al lado y lo dejaron disfrutando de la habitación y del piso de azulejos.

Después, tu tío nos llevó a su cuarto, y nos amontonó ahí junto con sus cosas y su familia. En la noche dormimos todos en el suelo, que se llenó con nuestros cuerpecitos, y nos envolvimos con los abrigos de los hombres. Por la mañana, cuando despertamos, vimos que los hombres habían pasado la noche sentados en las sillas. La tragedia empezó a encontrar un camino allanado hasta las células de cada uno de nosotros.

No nos quedamos en Sidón mucho tiempo, pues el cuarto de tu tío no era suficientemente amplio ni para la mitad de nosotros. Y a pesar de eso, nos amparó por tres noches. Luego tu mamá le pidió a tu papá que buscara un trabajo o que regresáramos a donde los naranjos, pero tu papá le gritó con la voz temblorosa y con resentimiento. Entonces ella se quedó callada. Así empezaron nuestros problemas familiares. La familia feliz y unida la dejamos atrás junto a la tierra, la casa y los muertos.

No sé de dónde sacó dinero tu papá. Yo sabía que había vendido el oro que le había comprado a tu mamá para hacer la feliz y para que estuviera orgullosa de su esposo. Pero el dinero del oro no iba a venir a resolver nuestros problemas. Tenía que haber otro medio. ¿Había pedido un préstamo?, ¿vendió algo más sin que supiéramos? No sé. Pero recuerdo que nos mudamos a un pueblo en la periferia de Sidón. En ese pueblo tu papá sonrió por primera vez, y se quedó en el balcón esperando al 15 de mayo para celebrar cuando triunfara el ejército.

Llegó el día 15 de mayo después de una amarga espera. A la medianoche exactamente, tu papá me pegó con el pie mientras yo estaba inmerso en el sueño. Dijo, con un susurro entre esperanzado y valiente: “Levántate, mira tú mismo la entrada del ejército árabe en Palestina”.

Me levanté de golpe. Bajamos descalzos por la colina, en medio de la noche, hacia la calle que estaba a un kilómetro del pueblo. Íbamos todos: chicos y grandes. Nos faltaba el aire; íbamos corriendo como locos. Se veían las luces de los coches que iban subiendo hacia Ras Naqura. Cuando llegamos a la calle sentimos frío, pero el grito de tu papá dominaba todo: a nosotros y a nuestra existencia. Se puso a correr detrás de los coches como un niño pequeño que quería alcanzarlos. Gritaba con voz ronca, jadeaba y aun así, seguía corriendo detrás de la fila de coches como niño. Nosotros corríamos y gritábamos junto a él. Los soldados buenos nos miraban bajo sus cascos, quietos y en silencio. Nos faltaba el aire. Parecía que a tu papá se le iba a salir el corazón. Mientras corría, a sus cincuenta años, sacaba cigarros de su bolsa y se los lanzaba a los soldados, como regalo. Seguía gritándoles, mientras nosotros corríamos detrás de él como un pequeño rebaño de cabras.

De repente se terminó la fila de coches. Regresamos a la casa exhaustos, jadeando con un silbido quedito. Tu papá estaba callado, sin hablar, y nosotros tampoco teníamos fuerza para decir ni una palabra. Cuando un coche pasaba y lanzaba su luz en el rostro de tu papá, las lágrimas corrían por sus mejillas.

Después de eso, las cosas pasaron con extrema lentitud. Los comunicados nos decepcionaron, y luego también la verdad, con toda su amargura. Otra vez, el estupor regresó a los rostros. Tu papá empezó a tener enormes dificultades para hablar de Palestina y del pasado feliz en sus huertos de naranjas y en su casa. Para él éramos la gran muralla de tragedias que dominaban su nueva vida, y también éramos los malvados que habían descubierto, fácilmente, que nos mandaba a la montaña por la mañana temprano para que no le pidiéramos de desayunar.

Comenzaron las complicaciones. Hasta la cosa más simple era suficiente para desesperar a tu papá. Recuerdo que una vez alguien le pidió algo, no sé qué; se agitó, y empezó a temblar, como si le hubiera caído un rayo. Sus ojos brillaron mientras pasaban por nuestros rostros. Una idea malvada había encontrado el camino a su cabeza. Se levantó de golpe como si hubiera encontrado una solución. Estaba como poseído por un torrente de emociones: la de por fin acabar con sus problemas, y al mismo tiempo, la del horror antes de cometer algo terrible. Empezó a girar buscando algo, algo que no podíamos encontrar. Luego agarró una caja que habíamos llevado desde Akka, sacó las cosas que había adentro nerviosamente, y en un segundo, tu mamá entendió todo. Llevada por la alteración de las madres cuando sus hijos están en peligro, nos sacó del cuarto empujándonos y nos dijo que huyéramos a la montaña.

Pero nosotros no nos alejamos de la ventana. Pegamos nuestras orejitas a la madera y escuchamos con muchísimo miedo la voz de tu papá: “Quiero matarlos. Quiero matarme. Quiero que esto se acabe. Quiero…” Luego se calló. Y cuando volvimos a mirar hacia adentro por una rendija de la puerta, lo vimos tirado en el piso jadeando y rechinando los dientes, llorando. Mientras, tu mamá estaba sentada al lado, mirándolo con horror.

No entendíamos bien qué pasaba, pero recuerdo que cuando vi la pistola negra tirada en el piso al lado suyo, comprendí todo. Empecé a correr hacia la montaña. Huí de casa con el terror mortal de un niño que de repente ha visto un ogro.

Mientras me alejaba de casa, abandonaba mi infancia también. Sentía que en nuestra vida ya no había nada agradable ni sencillo con lo que pudiéramos vivir en paz. Las cosas habían llegado a un nivel en el que nada funcionaría más que una bala en las cabezas de cada uno de nosotros. Así que teníamos que preocuparnos por comportarnos de la manera más tranquila posible: si teníamos hambre, no debíamos pedir comida, teníamos que quedarnos callados cuando papá hablaba de sus problemas. Y sacudíamos la cabeza, sonriendo, cuando nos decía: “Suban a la montaña y no regresen hasta el mediodía”.

Por la noche, cuando la oscuridad dominaba todo, yo volvía a casa. Tu papá todavía estaba enfermo, y tu mamá se sentaba a su lado. Los ojos de todos ustedes brillaban como ojos de gato, y sus labios estaban pegados, como si nunca los hubieran abierto. Como si fueran la huella de una vieja herida que no se había curado bien.

Estaban apilados ahí, lejos de su infancia, lejos de la tierra de las naranjas. Las naranjas que, como nos dijo un campesino que las cultivó y luego se tuvo que ir, se marchitarían si cambiaba la mano que les daba agua.

Tu papá seguía enfermo, postrado en la cama, y tu mamá se tragaba las lágrimas de una tragedia que no ha dejado su rostro hasta hoy.

Entré a la habitación y me escabullí como regresando del exilio. En el momento de pasar la mirada por el rostro de tu papá ーque se contraía de cóleraー vi la pistola en la mesita y al lado una naranja, que ya estaba seca y dura.