Para Pascal, Konnichiwa y todos los que a esta vida aún le quedan por arrebatarme:

Tzintzuntzán es un pueblito de artistas y tradiciones en medio de volcanes, una burbuja de días serenos y madera tallada en el oeste de un país que hierve. Es uno de esos lugares tan bellos que no hace falta cambiarle nada, está bien así como está y así lo deja su gente. 

Tzintzuntzán le tiene miedo al cambio, ¿y quién no?

De cerca parece que no conoce más novedad que el ir y venir del color en sus fachadas, la eterna guerra entre la intemperie y los rotulistas del pueblo, que ya es muy vieja ella misma. Pero a la distancia de un par de milenios, ese ir y venir se extiende a toda la población, que pasó de ser una pequeña aldea a convertirse en la capital de un gran imperio, que luego volvió a convertirse en un pueblito que aspira, si no a la corona del imperio Mexicano, al menos sí a ser la capital del Día de Muertos.

¿Qué le va a hacer? Uno siempre persigue sus glorias pasadas.

Pero el culto a los muertos es la tradición más antigua de Tzintzuntzán, anterior al Imperio, más vieja que la guerra y tal vez, sólo tal vez, más antigua que la agricultura.

Desde antes de que Zirambénechas y Purépechas se pelearan con arcos y lanzas por ese cachito de tierra, los primeros pobladores ya la usaban para enterrar a sus seres queridos. La guerra sólo hizo que los muertos fueran tantos, que tuvieron que asignarles a todos un solo espacio.

Antes de que el emperador Tarasco llamara a esas tierras suyas, las familias ya esperaban hasta el fin de la cosecha para prenderle lamparas de grasa vegetal y velas de cera de abeja a sus ancestros y preguntarles, confundidos y temerosos, como iban a sobrevivir a otro invierno.

Antes de que los aztecas invadieran al imperio, sólo para ser derrotados por el secreto milagro tarasco del bronce, ya las familias iban al cementerio a tomar chocolate y contar historias de sus seres queridos.

Mucho antes de que llegaran los españoles, con su reduccionista imaginación del alma individual cristiana, los purépechas ya creían que no hay gente buena ni mala, que al interior de cada ser humano habitaba una infinidad de almas, fuerzas e impulsos y que cada una tenía un destino distinto cuando el cuerpo que los contenía dejaba de funcionar. Ellos, igual que Whitman, pensaban “yo soy grande, yo contengo multitudes.”

Antes que la guerra, antes que el imperio y hasta antes de Cristo, las familias de Tzintzuntzán ya enterraban a sus muertos, porque sus jóvenes ideas de la realidad y el mundo aún no habían puesto barreras entre las emociones que nos suceden dentro y el insondable caos que ocurre afuera. Al morir, sus seres queridos les rompían el corazón y los purépechas, con sus miles de almas dándoles de vueltas entre el amor y el dolor, iban todos juntos al panteón durante las últimas noches del verano para hablar con sus muertos, pedirles perdón, buscar un consejo, contarles su vida, o lo que sea que hace uno cuando habla con un ser querido al que ya casi no ve.

Prendían lámparas y velitas para iluminarse en medio de la noche, pero como ocurre cuando uno hace las cosas por amor, lo hacían con cuidado, para que se viera bonito. Les dejaban flores, acomodaban el fuego en patrones y al cabo de miles de años de símbolos, lenguaje y nuevos materiales, ese espontáneo acto de amor se convirtió en tradición, en un ritual de flores y fuego que todo el pueblo realizaba para honrar al pasado reciente. Un espectáculo de luces con el precio de admisión de un corazón roto. Un club privado, una hermandad en el dolor de la que todo el pueblo era miembro.

Pero lo que se dice “El Día de Muertos”, así como el festival que se festeja hoy en día, ese ya comenzó hasta mucho después. Cuando la magnífica capital del imperio tarasco ya se había convertido en una provincia del Estado de Michoacán, en la recién independizada (por segunda ocasión) República Mexicana. Cuando el pueblo tuvo suficiente paz y comida para que algunos de sus habitantes pudieran dedicarse de tiempo completo a otras funciones menos indispensables, como la música.

Comenzó cuando una familia de prósperos michoacanos perdió al padre que les había heredado toda su fortuna. Para celebrar la grandeza de ese hombre en vida, decidieron contratar a un clarinetista: Juan Rutherford.

El Pinche Juan, como le decían, era el mejor músico de todo Tzintzuntzán desde que su abuelo le regaló a los cinco años el legendario clarinete de la familia: Un viejo instrumento negro al que la fortuna, la guerra y el talento habían llevado a tocar desde un Réquiem de Berlioz en Viena hasta la melodía de Adiós Mamá Carlota en el Castillo de Chapultepec.

Desde que Juan lo tuvo entre sus manos, lo amó más que a la vida misma. Se pasó las mejores horas de su juventud aprendiendo canciones, hasta que se las aprendió todas y empezó a bailar sobre la orilla de su intuición, a jugar con las infinitas combinaciones de aire y silencio para darle forma a sus propias melodías.

Esta obsesión infantil que nunca lo abandonó, llevó al Pinche Juan a tocar en todos los eventos del pueblo: bodas, bautizos, confirmaciones y hasta un funeral; pero nunca había tocado en un Día de Muertos.

Juan tuvo la mala suerte de haber nacido en una familia mitad austriaca pero completamente protestante, por lo que nunca en toda su infancia puso un altar, ni visitó el panteón en Día de Muertos. En su familia, los muertos se morían y ya. Se les dedicaba un día de ropa negra, historias viejas y café aguado; se les enterraba y sanseacabó, fin del cuento.

Por eso el Pinche Juan no podía creer lo que vió esa noche:

Delineada por un río de flores, velitas y recuerdos olorosos a copal y cempazúchil, la topografía irregular del cementerio parecía un portal entre este mundo y el más allá, como una embajada de la muerte, más viva que el reino de los vivos, donde las familias se reunían para platicar con sus muertos.

El Pinche Juan, que en secreto había abandonado su religión hacía muchos años, volvió a creer ese día. No en el Dios güero del paraíso aburrido y la tortura eterna con la que lo habían amenazado sus padres, sino en las mil almas purépechas que toman prestado nuestro cuerpo para hacer sus maldades y que al morir se vuelven por separado a las infinitas fuentes de vida que son sólo una.

El Pinche Juan no sólo se imaginó, podía sentir en sus huesos, aún cubiertos de carne viva, cómo a través del ritual, la palabra y el recuerdo, algunas de estas infinitas almas regresaban a nuestro mundo y empezaban a tomar la forma del ser querido. Conforme avanzaba la noche, el muerto iba agarrando forma, cobrando vida y con las palabras que le prestaba su familia, los hacía reír, los hacía enojarse y siempre, siempre los hacía llorar.

El Pinche Juan empezó a pensar en lo poco que sabía de la muerte, en su propia muerte, en la brevedad de la criatura humana y lo chistosos que se veían nuestros diminutos pleitos mortales frente a la infinita oscuridad que los rodea.

Pero Pinche Juan, no era bueno con las palabras, él sólo sabía tocar el clarinete, y esa noche, de la nada, tocó una melodía que sin palabras decía, cientos de años antes que Bukowski: “Todos vamos a morir, ¡qué circo! Sólo eso debería hacernos amarnos los unos a los otros.”

Al día siguiente, el Pinche Juan le platicó de esto a todos sus amigos, pero los que eran católicos ya conocían el día de muertos, y a los que eran protestantes no se les antojaba pasar la noche en el panteón.

Se atravesó la vida y Juan se olvidó del tema, hasta que en los campos empezó a aparecer otra vez el cempasúchil. Entonces sus noches de borrachera se llenaron de anécdotas mal contadas del milagro que presenció. Pobre Juan, nadie le hacía caso hasta que un día, en desesperación, sacó su clarinete y dijo “miren, esa noche toqué esto.”

Y todas las conversaciones se detuvieron. Por todos los corazones borrachos que latían en esa cantina pasó un cálido humo de copal que olía como a recuerdos de infancia, sonrisas de hace mucho y esas últimas palabras que ya nunca le alcancé a decir.

Terminó la melodía y el silencio tardó un buen rato en disiparse, poco a poco, como un humo espeso. Hasta que el lugar ya se escuchaba otra vez como una cantina, su amigo Pedro agarró confianza para decirle, bien recio, con voz de muy macho “Ah, pinche Juan, me hiciste llorar.”

Ese año se había muerto la mamá de los afortunados michoacanos. La pena era más grande y así debía ser también el altar. Por eso cuando Pedro le dijo a Juan que quería tocar en el Día de muertos y Juan se lo propuso a la familia, todos aceptaron gustosos.

Pedro ya había puesto altares y de niño habría venido un par de veces al panteón, pero nunca por voluntad propia, nunca con los ojos abiertos a lo inesperado.

En el panteón vio a su familia que le prendía las velas a sus propios muertos, y por todo el cementerio le pareció que navegaba una constelación de amor y luto, a su alrededor flotaba la evidencia física de lo que no se puede tocar: como si ese gran misterio del más allá que hierve en todos los pechos humanos hubiera poseído a todo el pueblo para pintarse un autorretrato de flores y luces.

Y al año siguiente, Pedro le contó a sus amigos. 

Y al año siguiente, los amigos de Pedro y Juan le contaron a sus propios amigos.

Y al año siguiente, los amigos de los amigos de Pedro y Juan convencieron a sus propios amigos de que la magia es real en ese lugar del pueblo, en la primera noche de noviembre; pero aunque muchos de ellos querían ir, ninguno sabía tocar un instrumento ni tenía un muerto que justificara su visita.

El siguiente curioso en visitar el panteón llevaba cargando un estandarte de la Virgen de la Guadalupe. Esa era su función.

Al año siguiente iban tres estandartes y cuatro asistentes con refrigerios para la banda.

Al año siguiente creció el número de curiosos y a los músicos se les acabaron las excusas para invitar a sus amigos, así que a Juan se le ocurrió una idea:

“No jodas, ¿cómo vamos a hacer un desfile en el panteón, Pinche Juan?” Le preguntó el saxofonista de su banda fúnebre, que para entonces ya contaba con dos tamboras, una tuba, una trompeta, dos saxores altos, un trombón y un niño con un pandero, cada uno con su propia anécdota de magia y asombro en el Día de Muertos. Preguntaba, en parte, por proteger la intimidad de las familias con sus fallecidos, pero sobre todo para cuidar que la magia real de esa noche no fuera arruinada por los mirones.

“No es un desfile, es una procesión”

Y con ese simple juego de sinónimos, se las arregló Juan para invitar a otros veinte de sus amigos y de los amigos de sus amigos a compartir ese breve encuentro con el más allá.

Ese año, que no se había muerto ningún familiar de los acaudalados michoacanos, Juan, su banda y su procesión entraron a ver las ofrendas, invitados sólo por la costumbre.

Esa noche, los amigos de los amigos de los amigos del Pinche Juan se sintieron como los afortunados exploradores de una burbuja en el espacio-tiempo que les permitía visitar la misteriosa intimidad de ese ritual, sin alterarlo.

Como turistas metafísicos, los amigos sin instrumentos caminaban en silencio detrás de la banda de Juan y se quedaban alrededor de ellos en todo momento, en un silencio que nadie ordenó porque, aunque hubieran querido romperlo, todos se habían quedado sin palabras.

Pasaron los años y el desfile de Día de Muertos creció. Juan y su banda y todos sus amigos, pasaron a descansar a ese mismo panteón, pero la música seguía sonando.

Pasaron las décadas, y dos guerras mundiales que ni tocaron a Tzintzuntzán, pero también una guerra cristera que se llevó a sus hombres más religiosos y sólo le regresó a los más afortunados.

Llegaron los caminos y llegó más gente. Se enteraron los medios de comunicación y vino todavía más gente.

Una brutal ola de violencia arrastró sus feroces garras por el país y por el estado, nos hizo a todos pensar en la muerte, y aún más multitudes marcaron en su calendario el último día del verano para ir a visitar Tzintzuntzán.

Ya eran decenas de miles de turistas metafísicos los que continuaban con la tradición de Juan y sus amigos. Era tanta la gente y tan lejana la historia, que ya quedaba poco de la magia, pero mucho de la tradición…

Y luego salió Disney Pixar’s Coco.

Ese año, la vaga idea de patriotismo que enseñan los libros de educación básica de la SEP, conspiró con una película de animación por computadora para convertir a varios miles de fans del Halloween en amigos de los amigos de los amigos de los amigos de Juan.

Y luego llegó el 2019. Llegamos nosotros, manejando desde Pátzcuaro con una canción de alt-J, Breeezeblocks, sonando a todo volumen en las bocinas del carro.

Cuatro individuos de todas partes del mundo, sin religión ni tradición, ni historia ni metafísica, cortados de toda entidad mayor a nosotros mismos, excepto por nuestras redes sociales. 

No íbamos a ver la magia que presenció Juan porque Juan y su historia no existen, que me disculpen los habitantes de la real Tzintzuntzán, pero la acabo de inventar igual que esta otra, así que yo y mis amigos imaginarios sólo íbamos a pasarla bien.

¿Para qué más sale uno de su casa en estos días?

Y claro que sí, ¿cómo de que no? Es el siglo XXI y no creemos en nada, ni en nosotros mismos, así que íbamos disfrazados. Aún en la oscuridad del carro me sorprendió la peculiar imagen de mis amigos, así que les dije “Un influencer, un artista y un monje budista van a un cementerio. Parece el principio de un chiste.”

Yuēhàn, que a pesar de ser evidentemente chino se disfrazó de Pewdiepie, me dijo “A ver si en el futuro cuentas uno bueno.”

Johan, que es alemán pero igual se disfrazó de Salvador Dalí, me dijo “Sí, en el pasado has contado mejores”

Y John, que viene de Estados Unidos y se vistió como el Dalai Lama, me dijo “cállate, Juan. Tú vienes de Sub Zero”.

Y sí, yo había perdido mi disfraz. Tuve que ponerme lo primero que encontré: una playera negra por máscara ninja y un pantalón de mezclilla cruzado sobre el torso, como kimono. ¿Quién a esta altura no es ya una parodia de sí mismo?

Comenzábamos a creernos nuestros disfraces, como si fuera horario laboral.

Por molestar o por bromear o quizá por un poco de ambas, les respondí “Sólo mírense, tres don nadies vestidos de gente que no produce nada.”

“Yo hago Stories”, me dijo el Influencer.

“¿Qué entiendes por producir?” respondió el monje budista.

“A ver, ¿tú qué produces?” Me retó el artista.

Yo les respondí que nada, “Yo soy un guerrero. Mi único producto es muerte.”

Desde la única entrada del pueblo se extendía un largo brazo de luz blanca de un lado y roja del otro, que ya de cerca se convirtió en un embotellamiento, lento como caminar cansado y oloroso a humo, lluvia y salchipulpos.

Luego de un largo rato a vuelta de rueda, Yuēhàn el influencer se hartó y dijo “si no nos bajamos a caminar llegaremos hasta mañana.” Johan, el artista, se quejó “ayer ya caminamos un chingo” John, el budista, les dijo “mira afuera, mucha gente ya está caminando.”

Y yo que iba en medio del diminuto asiento de atrás rompí el empate al decir: “Sí hay que bajarnos, el pantalón me está pellizcando un huevo”

Dejamos el auto a la orilla de la carretera y caminamos, a paso lento, pero más rápido que los carros.

A orillas del pueblo pasamos por puestos vacíos de artesanías, de calaveritas tejidas de carrizo y una multitud de utensilios de barro. Pasamos por un puesto de madera tallada que, en la oscuridad de la noche, parecía un antiguo museo secreto, abandonado a la intemperie.

En medio de los animales y quijotes de pino olorosos a barniz, y de los avestruces que tenían por plumaje la raíz de un árbol, se levantaban tres ídolos religiosos de madera tallada, de tres metros de altura cada uno: Un Buda, una Santa Muerte y una Virgen de Guadalupe.

“Wey, ¡déjame grabar una Story!” Gritó Yuēhàn al verlos.

“Qué chingón se ven estos tres juntos”, dijo Johan.

“Tantos caminos y tan distintos, para que todos lleguemos al mismo fin.” murmuró John para sí mismo.

Yo nomás dije, con alivio “ay mi huevo.”

Caminamos hacia las luces, hacia el ruido, hasta alcanzar a la muchedumbre, los vendedores de globos con led luminoso y los infinitos puestos de micheladas en vaso de unicel.

A lo lejos se oía el estruendo de seis o siete bocinas que sonaban a todo volumen, cada una tocando un reggaetón distinto.

Pero entre las pendejadas del Bad Bunny y el aroma a papa frita y los gritos de los vendedores y las señoras gordas que empujan, se abrió paso hasta nuestros oídos una antigua melodía de asombro y nostalgia.

Los ruidosos miles que ocupaban la calle guardaron silencio mientras el clarinete se acercaba a las puertas del panteón. Los vendedores de discos pirata le bajaron al ruido cachondo de Maluma y Daddy Yankee para poder escuchar la música, el mismo clarinete negro que tocó el hijo de Juan en su funeral y que hoy nos invitaba a seguir su camino.

Un mudo magnetismo me llamaba hacia la muchedumbre que se abría para dar paso a la banda, y luego más allá de la muchedumbre, a la fila de turistas metafísicos que buscábamos lugar detrás de la banda y sus banderas.

Se abrieron las puertas del cementerio y frente a mis ojos apareció un escenario que hasta hace un par de años, habría sido de ciencia ficción: Detrás de la banda tradicional michoacana y los antiguos estandartes de la Virgen de Guadalupe, una o dos de cada tres personas ofrecía a la oscuridad de la noche la luz de sus dispositivos electrónicos. Ese milagro de flores y fuego, se repetía en losa cientos de pantallitas que la muchedumbre usaba para mantener registro digital de eso que se estaban perdiendo en vivo, por si querían compartirlo en redes o verlo después.

¿Y qué se estaban perdiendo?

De magia. Literal magia, te lo digo yo, que no creo en nada.

Sobre nosotros se alzaba una cima donde la luz de la luna pasaba entre las ruinas del imperio purépecha. Bajo su sombra, cien rostros iluminados por miles de velitas vestían con los últimos detalles de luz y vegetación al recuerdo de sus seres queridos.

Aquellas eran más grandes y luminosas, estas otras más pequeñas, como si las familias compitieran por demostrar quién había sido más querido en vida.

Algunas ofrendas se veían mandadas a hacer. Flores chinas en una corona prefabricada enmarcaban una foto gigante del muerto, flanqueada por cien velitas que aún tenían la etiqueta pegada. Sus dueños, o creadores, o familiares, no sé cómo llamarles, posaban frente a la tumba para los medios y curiosos que iban a tomarle fotos.

Pero otras eran mucho más personales, altas torres de luz y milagro cerradas al público por el misterio y las espaldas de sus seres queridos, que esa noche sólo querían pasar un momento en familia.

Otras ofrendas eran como ensayo sobre la personalidad del ser querido, con muchas fotos suyas, quizá la foto de sus muchas almas. Algunas tenían objetos personales: aquél era su machete, esas eran sus botas, estos libros le gustaban.

Mi parte favorita siempre fue la comida. Creo que habla de la profunda naturaleza física del amor mexicano. Vi a dos hermanos enterrados uno junto a otro, muy parecidos, ambos con pan, fruta y carnitas en su altar, pero junto a cada foto había un refresco distinto: éste tenía una coca y aquél un Sidral Mundet, por si en el más allá no venden, para que no se queden con el antojo.

Cómo al final la gente se acuerda de esas cosillas que nosotros ya ni notamos.

Muchas ofrendas, disculpenme ustedes, pero parecían evidencia recolectadas de una larga escena del crimen: A un señor le habían puesto su Coca-Cola y sus Marlboro rojos, y su tequila y su Ron.Le dije a Johan “Esos no eran sus antojos, fueron sus asesinos.”

Y me respondió “Sí, está cabrón que la gente no se cuide.” y le dió una fumada a su cigarro.

Nos paramos entre dos tumbas de granito tallado, con letras grabadas en oro, cada una con su ofrenda, una mucho más grande que la otra, y le pregunté a John por qué creía que algunos altares sean más grandes que otros, “¿crees que sea una medida de lo mucho que los amaban? ¿Será que entre más amaron en vida, más velitas reciban en muerte?”

John respondió que “es difícil decirlo. Quizá estas dos familias expresan el amor de forma distinta.”

Johan se acercó a mencionar que “Tal vez el de la ofrenda grande tenga más hijos.”

Y Yuēhàn que nos estaba grabando para una story, se acercó a decir que “tal vez el de la ofrenda chica era más pobre.”

Pero detrás de esas dos tumbas había una más pequeña, sin lápida, ni altar, ni velitas, ni siquiera flores. Apenas un montículo de tierra, una mancha oscura entre un mar de luminosos recuerdos. Sólo tenía encima dos cosas: Una foto desteñida por el sol, con la cara de la Virgen de guadalupe, como recordatorio de que todos nosotros, frágiles criaturas a merced de la crueldad y el caos, merecemos compasión; de que hasta el más hijo de puta necesita el amor incondicional de una madre, aunque sea imaginaria. También tenía encima una botella aplastada de Agua Ciel, como evidencia de que a nadie le importa.

¿Qué excusas se inventará la gente para no ir a ponerle ni una pinche velita partida por dos a mi tumba? ¿Quién será el culero que venga a tirarle encima su basura, así como todos hacíamos con las de estos extraños?

Seguimos caminando entre pasillos cada vez más estrechos y tumbas cada vez más oscuras. Lejos de la banda y el desfile ya no había coronas de flores chinas ni señoras posando, sólo familias tomando café y contando historias mientras los turistas pasábamos entre ellos diciendo “comper, comper…” y a veces empujándolos.

Me empecé a sentir incómodo cuando caminamos por un pasillo de tierra inundado por la lluvia y unos chavos decidieron caminar sobre las lápidas que lo flanqueaban, para no mojarse sus tenis. Uno de ellos iba cazando pokemones y le dijo al otro “¡Ah no ma! ¿Ya viste el que me encontré?” Y le lanzó una pokebola a un mono chino con cara de pato al que la magia de la realidad aumentada había hecho pararse sobre la tumba de un señor llamado Rogelio y que había muerto en 1946.

¿Qué chingados hacemos aquí? Me pregunté mientras Yuēhàn grababa un video para una historia de IG con letras rosas que decían “Peda en un panteón” y un emoji de calaverita. O cuando Johan sacó su cámara para mostrarme lo bien que grababa la luz de las velas, “como Barry Lyndon”. Hasta John me hizo emputar cuando se alejó del grupo para “procesar la experiencia”, como suele decir el muy pretencioso, cuando seguramente estaba escribiendo en su cabeza un cuento corto donde el dolor y el luto y la confusión de todo este pueblo trataban sobre él mero, pinche payaso narcisista.

¿Y qué hacía toda esa gente tomándose selfies frente a los muertos? ¿Cuándo decidimos, como sociedad, que era necesario poner la cámara y la pantalla en el mismo lado del celular?

Ahí estaban toda esa turba de borrachos, niños ignorados que crecieron, pisoteando las tumbas de los desconocidos para ponerse en la mejor posición, para encontrar el encuadre perfecto de esa pinche selfi que iba a tener dos likes, para compartir con todos sus amigos imaginarios esa foto que dice “miren la experiencia maravillosa que estoy viviendo… pero antes y en primer plano, MI CARA!”

“¡Miren todos, salí de mi casa! ¡Yo también merezco amor y no creo en el de la Virgen de Guadalupe!” Tres meencanta y un meenrisa.

“Johan”, le pregunté “¿Qué crees que diga de una sociedad que le presten tanta atención a sus muertos?”

Antes de que pudiera responderme, John me dijo “No sé si sea toda la sociedad”, mientras señalaba a unos chavos que se peleaban por una michelada que salpicaba sobre la tumba de una señora llamada María, que había muerto en 1987.

“Significa que están en contra del progreso”, me dijo Yuēhàn, “Adoran al pasado porque le temen al futuro.”

“Tal vez rinden homenaje al pasado porque fue bueno”, dijo al fin John. “No todo tiene que ser nuevo. Muchas lecciones del pasado podrían ayudarnos con los retos que enfrentamos hoy.”

“O tal vez les cuesta trabajo dejar ir” agregó Johan. “En mi país, la muerte es algo que simplemente experimentas una vez. No se le rinde este homenaje. Te duele un rato, pasas una semana de duelo y listo, a lo que sigue.”

“¿Y crees que eso está bien?” Le preguntó John. “¿No te gustaría permanecer más tiempo en la memoria de tus seres queridos?”

Pero Yuēhàn lo miró con tal intensidad que todos guardamos silencio un segundo antes de que responsiera: “No está ni bien ni mal, simplemente es. ¿Qué tal si la muerte es como una droga? ¿Qué tal si las sociedades desarrollan una tolerancia a la muerte? Como Johan, allá no le ponen comida a los muertos ni les prenden velitas porque llevan miles de años matándose entre ellos y con sus vecinos. Son una cultura antigua.”

“Eso sí”, admitió John, “Si la única constante de la vida humana es la muerte, quizá la mejor actitud frente a ella sea aceptarla y dejarlo ir. Es señal de inmadurez social llorarle tanto al pasado. La cultura mexicana aún es joven.”

Luego pasó junto a nosotros un chavo vestido de Guardia Nacional, junto a un muchacho  vestido de sicario y una muchacha decapitada, que cargaba su propia cabeza. Le pidieron a John que les tomara una foto, John se las tomó, les devolvió el celular y, cuando se alejaron, completó su idea: “pero veo que ya están creciendo.”

Le dije “Wey, pero tú eres gringo. Tu cultura es más jóven y no tienen rituales para los muertos.”

A lo que John me respondió “Dude, los Estados Unidos no son una cultura, son un esquema piramidal.”

“Miren nada más, hablando de juventud…” anunció Johan mientras señalaba al área en la que entrábamos. “Mira que tumbas tan chiquitas.”

“Esta debe ser el área infantil” dije. Y de inmediato noté que la mayoría de las tumbas estaban vacías, ni una velita, si acaso una flor. La mayoría, pues una que otra estaba completamente iluminada, con todas las velitas y todas las flores y toda la ropita que cupieran en esa pequeña tumba. Y a un lado, los padres, siempre abrazados o tomados de la mano, siempre en silencio.

“¿Qué significa?” Pregunté, y todos parecieron entender. 

John respondió “como dije, Hay que dejar ir.”

Y Johan añadió que “Esta noche es para celebrar el recuerdo de los que quisimos, ¿pero qué recuerdos puede dejarte un niño? No tuvo tiempo de crear ninguno, sólo esperanza y luto.”

Yuēhàn luego señaló a la tumba más adornada de esa zona y dijo “¿Qué tal si era más la esperanza? ¿Qué tal si no puedes dejar ir?”

Contra la luz intensa de la pequeña tumba, sólo veíamos a una pareja abrazada, en silencio, que ya estaba ahí cuando entramos y siguió inmóvil hasta mucho después de que nos fuimos.

Miré al horizonte, a las pirámides purépechas y me pregunté qué estaba pasando allá arriba. Este pueblo que tanto esfuerzo le invierte a recordar el pasado inmediato, ¿cómo trata a su pasado más lejano? ¿Mejor o peor? ¿y qué significa? A esta altura, cualquier resultado era interesante.

Comenzamos a avanzar hacia la salida, pero en el camino nos encontramos con la ofrenda más hermosa del cementerio. Quizá la más terrible.

Sobre la lápida y sus alrededores habían dispuesto un cuadrado de 30 velas por 30, una roja y una blanca, una roja y una blanca, en un patrón tan bien dispuesto que hasta las esquinas alternaban de color. En el interior del cuadro, unas mil velitas, aún más chicas, formaban como un mosaico la imagen de una cruz de parafina roja en un fondo de parafina blanca.

Este era un trabajo de amor.

Cada vasito era distinto, la forma, el estampado y hasta el nivel de la parafina. Estos eran los vasos de toda la familia. Estas velitas fueron hechas en casa.

“¿Cómo lo habrán prendido todo?” Preguntó Johan.

“Creo que fue uno por uno” respondió John.

“Wey, deja grabo una Story”, dijo Yuēhàn.

Yo también creo que fue una por una. También creo que si se tomaron la molestia de convertir cada vaso de vidrio de la familia en una velita, también habrían dedicado tiempo para prender una y ponerla en su lugar, y luego otra y a su lugar, y luego la otra, y así todas, durante horas, con ayuda de la familia entera, mientras los primos contaban historias de la abuelita y al que le tocaba colocar las velas pensaba en ella.

Y sobre las luces estaba el altar, del que Doña Milagros emergía casi en vida. A Milagros le gustaba el agua de horchata y el pollo con mole. En todas sus fotos usaba el mismo mandil azul con grabado de payasitos que colgaba al centro del altar y, mientras hacía de comer, probablemente escuchaba esos discos de Los Pasteles Verdes que habían puesto junto a su retrato.

Bajo la foto de su rostro y arriba del mandil, entre las flores salía una mano de madera con un rosario.

John preguntó “¿Crees que le hayan puesto su rosario porque le gustaba mucho rezarlo?”

Yuēhàn respondió “Wey, a nadie le gusta rezar el rosario.”

Pero Johan le dijo “Pues es como una forma de meditación. ¿Recuerdas cuando tuve esa etapa fea de adicción? Pensé que no iba a salir. Pensé que ahí me iba a quedar. Ahí fue cuando descubrí la meditación. Mi vida estaba tan de la verga que esa se convirtió en mi actividad favorita. Cuando consumía, mis amigos me regañaban, mis compañeros de trabajo me despreciaban y mi novia sentía lástima; pero cuando estaba sobrio, todo me dolía, sólo quería matar o morir. Por eso me gustaba tanto la meditación, era mi único momento de silencio, de paz, la única parte del día en la que no me dolía tanto… ¡Y esto fue en mis veintes! Luego me acuerdo de que cuando uno crece, el cuerpo ya no es el mismo, y con drogas o sin ellas, el cuerpo duele, la vida se hace más difícil. Quién sabe, quizá por eso esta señora rezaba tanto su rosario, tal vez era la única parte del día que no le dolía.”

John, no dijo nada. El monje budista que veía en cada ser humano el rostro de Dios, y en el rostro de Dios a sí mismo, se vio en el retrato de Doña Milagros, como en un espejo, en esa última foto que le tomaron, con los ojos llenos de cataratas, los dientes roídos la ansiedad, la piel arrugada y la mueca, que quería ser una sonrisa, atrapada entre la tristeza y el terror.

John tuvo que aguantarse el llanto mientras se murmuraba a sí mismo en la foto de Doña Milagros “Mira nada más, cómo nos dejó esta pinche vida.”

Salimos todos en silencio y caminamos aturdidos, atónitos, entre la multitud y el reggaetón, hacia las pirámides del Imperio Purépecha, sólo para ver cómo trataba Tzintzuntzán a sus muertos más viejos.

Yuēhàn me vio triste, o confundido, o vio alguna de esas oscuras almas que me habitaban y se acercó a tratar de hacerme sentir mejor. Comenzó a contarme el origen del Imperio Purépecha, pero antes de platicarme sobre el primer príncipe asesinado, unos muchachos saltaron de entre la muchedumbre gritando “¡Eres Pewdiepie! ¿Nos tomamos una foto?”

Quiso continuar la conversación, pero habíamos olvidado el primer punto, así que comenzó a contarme de su infancia en China, de los festivales lunares y las almas luminosas que mandaban al cielo, pero justo cuando estaba por contarme de su festival favorito, una señora y su mamá le gritaron en la cara “¡Tú eres el famoso! ¡El del Internet!”

Y ahí fue Yuēhàn a posar, con su mejor sonrisa.

Justo antes de que tomaran la foto, Johan le quitó a Yuēhàn una botella de vino de la mano, y no sé por qué me conmovió tanto ese pequeñito pero espontáneo acto de amistad.

Yuēhàn empezaba a confundirse con su disfraz. No decía nada, pero lo vi en ese triste segundo de su cara después de la foto, en esa mirada de callada desesperación entre sonrisa y sonrisa.

Johan decidió hacerlo hablar, para ver si así se sentía mejor. Le dijo, medio en broma “eso no se hace. Esa mamada de ‘no sé quién eres pero tómate una foto conmigo’”

Y Yuēhàn bromeó, dijo que no le importaba, pero al final sí admitió que “me ven sólo como un prop para su foto, como un accesorio inanimado de sus historias individuales.”

Le dijimos que “al chile qué putos, eso no se hace” y él se rió un poco, medio por compromiso. John le recordó que “puedes quitarte el disfraz cuando tú quieras” y Yuēhàn le dijo “¿pero luego qué me pongo?”.

Quise gritarle que “Dude, yo ya me quité el mío y sigo vivo”, ¿pero para qué? Ni yo sé. Quién sabe si se me vean tan bien estos andrajos, que son lo primero que me prestó el destino.

Espero al menos que saber que tiene la opción lo haya hecho sentirse mejor.

Luego de una larga caminata y otras cinco fotos con fans, llegamos hasta la cima de las pirámides que el rey Tarácuri había mandado construir para acercarse más a sus ancestros, para escuchar más clara la voz del dios colibrí mensajero.

No había ni una flor, ni una velita. Apenas un par de alumbrados públicos y más botellas aplastadas que en la tumba de aquél olvidado valedor.

“Pero John…” le grité “¡¿Qué significa?!”

“Estoy teniendo un déjavu…” bromeó.

“Es en serio, ¿qué significa? ¿Por qué hay tantas flores y velitas para los muertos recientes y tan pocas para estos, que les dieron civilización? ¿Qué dice de esta sociedad que no aprendemos nada del pasado, sólo le lloramos?”

Pobre John, no sé si se hartó de nuestra conversación o si él mismo no sabía qué pensar, pero mientras caminábamos para reunirnos con los otros dos, me dijo “Pues es que no los conocieron. La vida es corta, eso significa que no podemos ver muy lejos, ni tenemos el tiempo para hacerlo.”

Y sí, tiene razón, pero no me basta el diagnóstico, yo también quiero la solución, así que le pregunté “¿Pero cómo los convencemos?”

Y Yuēhàn, que nos venía escuchando desde lejos me preguntó “¿Convencerlos para qué? Al final del día la gente hará lo que se le de la gana.”

Y Johan así, sin decir agua va, me dijo “Sé el cambio que quieras ver en el mundo. Si quieres cambiar a la sociedad, conviértete en un ejemplo, no en un político. Una vez entrevistaron a Borges, le preguntaron qué consejo le iba a dar a la gente y él respondió ‘Yo no he sabido manejar mi vida, no puedo dirigir la vida de los demás. Mi vida ha sido una serie de equivocaciones. No puedo dar consejos, cuando pienso en mi pasado me avergüenza. Yo no doy mensajes, los políticos dan mensajes.’”

Y Yuēhàn complementó: “o como dijo B*witched:

Say you will say you won’t 

Say you’ll do what I don’t 

Say you’re true, say to me

c’est la vie ”

Luego nos sentamos al borde de la cima en la que habían erigido esas pirámides, a contemplar las ofrendas y la orilla oscura del lago, delineado apenas por unas cuantas luces en la distancia.

John y Johan hablaban de arte. Johan decía que los artistas perdieron su relevancia desde que inventamos más y mejores tecnologías para reproducir la realidad. John le recordó que el valor del arte no era reproducir la realidad, sino ponernos en contacto con una realidad superior, y como venía disfrazado de monje budista, dijo “tú sabes que no es lo mismo el Buda que el bodhisattva. Cualquiera puede experimentar el Nirvana, ser el Buda; pero sólo un bodhisattva puede traerla de vuelta para el resto de la humanidad.”

“Entonces por eso no hay buen arte en México” dijo Yuēhàn, “les hace falta un bodhisattva.”

Y seguimos hablando con el rostro iluminado por ese cachito del más allá que el pueblo de Tzintzuntzán había construído con fuego, flores y luto.

Y tras un largo silencio, Johan nos dijo a todos que esa cima era un gran lugar para un palacio. “¿Te imaginas? Tener aquí tu pirámide y poder ver cada rincón de tu imperio. Apuesto a que era muy fácil sentirse un dios.”

Aprovechando la anécdota, le conté de Pompeyo, el general romano: “Cuando terminó de conquistar los reinos más ricos y poderosos de Asia y África, regresó a la República Romana y tuvo un triunfo: un desfile en el que le presumió a toda Roma su gran ejército, sus miles de esclavos, los exóticos animales que trajo desde el otro lado del mundo y su invencible armamento. Mientras todos los ciudadanos de Roma gritaban su nombre, él los saludaba sentado en su carro de oro, tirado por cien caballos, mientras que detrás de él había un esclavo, vestido de harapos, cuyo único trabajo era murmurarle al oído, cada cinco minutos: ‘recuerda que eres mortal.’”

A Yuēhàn se le iluminaron los ojos y me dijo: “Esa debería ser una app.”

Todos nos reímos, pero sí, habría sido una gran idea. Un recordatorio o dos al día de que todos vamos a morir.

“Todos vamos a morir” dijo al fin John “Qué circo. Sólo eso debería hacernos amarnos los unos a los otros…”

Y Johan completó la cita: “Pero no lo hace. Nos arrastran y aterrorizan puras trivialidades. Nos devora la nada.”

https://www.youtube.com/watch?v=tJBqGe88-9A