Afuera de la concesionaria de Ferrari, en Polanco, quedó una pancarta tirada en el suelo, manchada de sangre, pero aún se leía “En un mundo de millonarios, todos somos pobres”.
      Nadie sabe quién lo hizo, “¿Quién rompió el dinero?” como dijo un noticiero local que nadie vio porque, incluso afuera de la estación, las calles estallaban en caos.
      Le llamaron “la revolución de los consumidores”. La identidad del que haya ejecutado esta operación siempre será un misterio, uno de los últimos secretos de la humanidad. Lo único seguro era que el culpable fue Juan, por no quitarse el pinche reloj.
      Ojalá le hubieran dicho que el AppleWatch dorado que le regalaron en el partido también estaba comprometido. Qué bueno que nadie le avisó.
      Los espías del otro lado estaban más atentos que él a la reunión de banqueros y dictadores. La tercera medida anunciada para combatir a Pegasus fue un préstamo de los bancos para reembolsar a los cuentahabientes lo robado por hackers.
      Frente a la deuda estratosférica que le imponían, Juan sólo exclamó “¿Cuántos miles de billones dijo, Martita?” No alcanzó a procesar la cifra. Él sólo  miraba a los otros dictadores, que tenían oro, COLTAN, diamantes y gas natural para saldar sus deudas. México no tenía más que gente, chingos de gente que ya aguantaba la vida con el salario más bajo de toda Latinoamérica. El oro era de los canadienses, el petróleo le pertenecía a los socios de la administración anterior y las fértiles tierras de Mesoamérica igual podrían ser estacionamientos frente a los subsidios agrícolas de los Estados Unidos.
      Al otro lado del salón vio al dictador venezolano y pensó “bueno, al menos no somos ellos”.
      “Ni pedo, Martita”, se escucha en la grabación que le dio la vuelta al mundo entero, “me tocó ser el presidente que sube los impuestos.”
      Ese audio causó estragos en todas las redes, en todos los idiomas. Muy poca gente escuchó el diálogo original, pero millones compartieron el video que resumía la reunión y aún más se rieron de los memes del presidente mexicano. La parte más difícil de traducir fue cuando le decía a su asistente “Ya sé, lo metemos como un programa social, lo llamaremos ‘amor a la patria’ porque ‘solidaridad’ ya está muy quemado.”

Cuatro días después de pegasus, todas las cuentas de banco del mundo recibieron un depósito por 27 millones de dólares. En el concepto decía “real meritocracy” pero un montón de tuiteros comentó que “sólo para la gente que tiene cuentas de banco.”
      Esa semana se hizo viral un video con el que los medios internacionales, o lo que quedó de ellos, se asombraban frente los adolescentes mexicanos, hijos de la guerra contra el narco, indiferentes hacia el caos.

El depósito masivo ocurrió a las 3:45 AM, hora local de Tokio, Japón. En la Ciudad de México era la 1:45. Faltaban quince minutos para una hora de la comida de la que nadie iba a volver. Por todo el país, la producción se detuvo instantáneamente. Los pasillos y cubículos de todas las oficinas se inundaron de sorpresa y murmullo. Se escuchaba el “¿Ya revistaste?” y el “¿será cierto?” y cuando el reloj dio las 2 PM, hordas de miles de oficinistas convergieron en los bancos. Los cajeros se atascaron como si el fin del mundo hubiera caído en un viernes de quincena. En las ventanillas, confundidos banqueros explicaban que ya no quedaba más efectivo en la sucursal a los clientes que iracundos les gritaban “ES MI DINERO”.
      En una tarde, todos los Walmarts se vaciaron de pantallas planas, en las tiendas Coppel se acabaron los celulares. Las concesionarias se quedaron sin autos y entre las avenidas paralizadas por un embotellamiento masivo de último modelo, cientos de saqueos consensuados ocurrían en todas las tiendas, lentos, porque sólo unos cuantos empleados del mes no se habían unido a la turba de consumidores.
      A la mañana siguiente comenzó un gran día para el caos. Según las infladas cifras oficiales, sólo el 5% de la población laboral en México fue a trabajar. Mucha gente había acampado en tiendas de campaña nuevas afuera de los supermercados que planeaban vaciar.
      Pero los precios cambiaron durante la noche anterior. Aquellos que iban por una segunda o tercera pantalla plana, inteligente, de cien mil pulgadas y tecnología oled; vieron el nuevo precio y corrieron aterrados al pasillo de comida. 30,000 pesos por un kilo de arroz, 50,000 el kilo de jitomate. Una despensa con cubeta incluida, ahora costaba un millón y medio de triste, inútiles y devaluados pesos mexicanos.
      Martha Figueroa, que estaba en el Soriana de Tacubaya, vio esto y recordó el grito de su jefe, “A ver cómo te va con la inflación”.
      “Hijo de la chingada” murmuró, furiosa “Ya lo sabía, el hijo de su pinche madre ya sabía que esto iba a pasar.” Con cada palabra, la furia de su voz crecía y más y más personas salían de su desorientado motín para escucharla. “Yo trabajo para el Presidente y él ya sabía que esto iba a pasar. Ese hijo de la chingada me dijo que los precios iban a subir. ¡Ese hijo de puta ya sabía!”
      Entre la multitud, un tipo de lentes trató de explicarle “Es simple oferta y demanda. Si todos gastamos…” pero los gritos iracundos de la muchedumbre ahogaron su voz.
      “¡Siempre nos hacen lo mismo!” le gritó Martita a la improvisada audiencia. “En el preciso segundo que la riqueza llega a los pobres, los precios suben. Los culeros millonarios se quedan con sus fortunas y el jodido nomás se hace más jodido.”
      El tipo de lentes era el gerente de la tienda, un niño héroe corporativo que decidió ir a lidiar con la catástrofe que se avecinaba. Intentó explicarle a Martha y a la muchedumbre que “los precios se eligen por oferta y demanda…” pero la multitud enardecida gritaba “Hijos de su pinche madre.”
      Martha recordó por qué se había metido en la política. Frente a la muchedumbre que coreaba sus palabras, saboreó sus antiguas fantasías de poder y gloria. Su corazón se hinchó con el remedo de patriotismo que la SEP y sus ceremonias cívicas le habían inculcado y, en medio de el éxtasis del fervor patriótico, sólo se le ocurrió soltar: “¡Ya basta de precios elevados! ¡Que muera el mal gobierno!” La gente coreó “¡Que muera el mal gobierno!”
      “¡Y que viva la patria!” Gritó Martita “¡Que viva la patria!” replicó la muchedumbre. “¡Es la inflación!” gritó el solitario gerente, pero nadie lo escuchó.
      El interior del Soriana se convirtió en un escenario de guerra. Enfurecidos consumidores corrían de pasillo en pasillo, rompiendo todo lo que no se pudieron llevar. Al principio nadie llevaba pantallas o tablets, todo el mundo cargaba comida. Sin ponerse de acuerdo, los consumidores salieron a llenar sus Hummer nuevas de frijol, arroz y papas. En 20 minutos, el Soriana y su bodega quedaron vacíos. Todos sus productos, hasta el último chicle de la caja, marchaban en carritos de supermercado al frente de unas mil personas que se alejaban de la tienda.
      La muchedumbre avanzó, orientada por la amistosa voz de Waze, hacia el Aurrerá más cercano, donde encontraron a otra muchedumbre de gente iracunda que bloqueaba la calle. Martha les contó a grito pelado lo que había ocurrido y la escena se repitió. Cuando los pasillos se vaciaron, veinte hombres tiraron los anaqueles para hacer un corredor enorme, por el que hicieron pasar los diablitos industriales para llevarse las tarimas enteras de producto.
      La muchedumbre creció. Su nuevo objetivo era uno grande: Plaza Metropoli, después Pabellón Altavista, y desde ahí se adivinaba un camino de perlas por todo el sur de la ciudad, centro comercial tras centro comercial, una infinidad de tiendas y de productos que ahora mismo la muchedumbre sentía que le pertenecía por derecho propio.
      “Si no nos dejan comprarlo, nos lo llevamos” gritó un improvisado caudillo y Martita empezó a sentir su liderazgo en disputa.
      “De noooorte a sur, de eeeste a Oeste” gritó una tribu del contingente y el resto del gentío coreó: “vaciaremos esas tiendas, cueste lo que cueste.”
      “Si Zapata viviera, con nosotros anduviera” y otras consignas llenaron el aire, porque muy pocos de estos consumidores habían asistido a cualquier marcha, pero todos se habían quejado de una.
      La oportunidad de Martita de asegurar su liderazgo vino a medio camino del primer centro comercial, sobre Avenida Revolución, cuando los interceptó una triple fila de granaderos. Al menos 200 policías en esa línea defensiva probaban que, para muchos, el dinero no era el único motivo para ir a trabajar.
      Los primeros líderes improvisados se apresuraron a enfrentarse con los policías. Llegaron gritando y se llevaron un macanazo. Cada camarada golpeado hacía enfurecer a otros dos, que avanzaban a la fila sólo para ser macaneados. Mientras la línea amenazaba con romperse en violencia, Martha fue a uno de los camiones y sacó un trozo de papel que había guardado en caso de que esta precisa situación ocurriera. Al primer policía que encontró le dijo “Ustedes también comen” y le entregó el papel. Era un promocional de Soriana que decía “¡Compara, siempre tenemos los precios más bajos!”. Junto a dos tickets, uno de Aurrerá, donde el kilo de azúcar costaba 25,000 pesos y otro de Soriana donde sólo costaba 24,900 pesos.
      El policía de al lado tomó el papel. Los tickets cambiaron de manos entre los granaderos sorprendidos hasta llegar al sargento. El oficial de policía salió de entre los granaderos con un megáfono, a través del cuál gritó “Ciudadanos. Habíamos venido aquí para detenerlos, pero no teníamos idea de que esto estaba sucediendo” al hablar levantó el promocional. “Y como dice la compañera Martita, pues nosotros también comemos. Esto es un abuso que no podemos permitir y desde aquí les decimos, camaradas, nuestra lucha está con ustedes.”
      La muchedumbre le respondió con un grito de alegría. Unos coreaban “Ese apoyo sí se ve” y otros aventaron arroz robado.
      Martita le arrebató el megáfono y gritó el cántico de sus rivales políticos, ese que más y más gente había adoptado. “De nooorte a sur, de eeeste a oeste” y la gente respondió: “vaciaremos esas tiendas, cueste lo que cueste.”
      Con la policía llegaron las primeras armas, escuadras, revólveres, escopetas y una infantería pesada armada de macanas y chamagosos escudos de kevlar. En el primer centro comercial llegaron los primeros rifles de caza, ballestas, arcos, espadas, cuchillos.
      Al centro de la plaza había una camioneta familiar en rifa para todos los clientes de Plaza Metropoli. Bastaba con registrar tu ticket en una página de internet que le vendía tus datos a algún anunciante para ganar la oportunidad de llevártela. Uno de los granaderos le movió a los cables y se llevó la camioneta cargada de ropa y juguetes a la parte trasera de la multitud, a la retaguardia de vehículos de lujo.
      Miles de consumidores pasaron las horas más felices de su vida en esa plaza. Por los pasillos corrían pequeños grupos de nuevos amigos realizando los sueños de saqueo que guardaban en sus corazones desde que vieron al niño que se ganaba cinco minutos en la juguetería del programa de Chabelo.
      Una decena de hombres se habían amarrado lavadoras y refrigeradores a la espalda para cargarlos fuera de sus tiendas. Un profesor de historia y una directora de recursos humanos  se pelearon por los últimos audífonos Bosé que quedaban en el último Radioshack del país pero, al verlos, un grupo de gente comenzó a gritar “Todo es de todos. Todo es de todos”.
       Al escucharlo, el maestro y la godínez reconocieron que ahí no tenían profesión, eran consumidores y hermanos en la codicia estéril. Juntos llevaron los audífonos a las camionetas del botín.
      El área de comida se llenó de voluntarios que se las ingeniaron para operar las freidoras y parrillas. Granaderos, contadores, publicistas y telemarketeros preparaban hamburguesas y burritos para los meseros, albañiles, abogados y servidores públicos que llegaron exhaustos por algo de comer.
      Desde el Mixup se escuchaban las bocinas a todo volumen de un estéreo que nadie pudo cargar. Un parrillero no pudo contener su alegría y comenzó a cantar “Deespacito…” y el resto del Mc Donalds coreó “Quiero respirar tu cuello despacito…” la música contagió al Burger King, que cantó “Deja que te diga cosas al oído” y pronto todo el food court cantaba “Para que te acuerdes si no estás conmigo”. Se la sabían mejor que el Himno Nacional. Entre el olor a hamburguesas y el ritmo del reggaetón, todos se olvidaron de su lugar en la sociedad, se descubrieron como hermanos. Ya no eran copys, community managers o ejecutivos de cuentas; ni siquiera seres humanos, eran consumidores.
      Ese día hicieron de sus vidas, o lo que quedaba de ellas, todo lo que la retórica corporativa les había prometido.Contra todo pronóstico, se habían vuelto millonarios. Se portaron bien toda su vida y el azar les demostró que el cambio sí está en uno mismo. Como recompensa, tenían a todos los supermercados de la ciudad a merced de su irracional furia de multitud.
      La comida se convirtió en una fiesta donde todos abandonaron sus sacos Aldo Conti, sus botas de policía, sus blusas de Bershka y sus cinturones de tianguis imitación cuero.
      Salieron juntos, como hermanos y todos usaban ropas nuevas. Cubiertos de logos como un auto de Nascar, todos vestían por fin como su verdadero yo.
      Avanzaron rumbo al sur por Patriotismo. Al frente de la comitiva iba Martha, montada en la caja de una Hummer nueva que tocaba una y otra vez, a todo volumen, Despacito, el nuevo himno de los consumidores libres en rebeldía. Detrás iba un elegante desfile de hombres armados con rifles y macanas, todos vestidos con ropa de marca, accesorios caros y relojes inteligentes que no había dado tiempo de sincronizar. Sólo los policías cargaban aún sus escudos de kevlar que, al final del día, no les sirvieron de nada. Hasta atrás iba un centenar de camionetas y pickups cargadas de comida, electrodomésticos, ropa y todo lo que los marchantes no querían llevar en las manos.
      El aroma a loción y perfumes de la multitud podía olerse a kilómetros de distancia.
      Todo era risas y baile hasta que llegaron a Periférico. A lo lejos se veía un bloqueo del ejército, apenas una fila de militares y un par de vehículos blindados.
      Muchas sonrisas se desvanecieron, pero nadie se detuvo. Valientes y libres, los consumidores avanzaron.
      Al mando del bloqueo estaba el Subteniente Garduño, un hombre sin vida fuera del ejército, que había olvidado su humanidad en Sinaloa, cuando le tocó “interrogar” a un joven halcón del cártel y “se le pasó la mano”. Hacía apenas dos años que le explicaron que no iría a la cárcel por una cláusula de la nueva Ley de Seguridad Interior y, en gratitud, se la aprendió al pie de la letra.
      Una de las cláusulas de la nueva ley decía que el oficial al mando podía tomar la decisión de usar la fuerza letal si identificaba una “amenaza a la seguridad nacional” y esa multitud armada seguro se veía amenazante.
      No era la primera vez que veía sangre y a huevo que no iba a ser la última. Si de algo sabía Garduño era cómo matar cabrones. Un sargento nervioso le preguntó qué hacer y él nomás gritó “preparados.”
       Pero los consumidores no se detuvieron. 20 rifles de asalto AR15 y dos ametralladoras rotatorias M134 les mostraban el ojo negro de sus cañones y ellos seguían avanzando.
      Garduño gritó “Soldados, apunten” y luego, a través del megáfono de un vehículo blindado le advirtió a la multitud. “Suelten sus armas. Dispérsense y vuelvan a casa.” Pero el gentío sólo escuchaba el ritmo de Daddy Yankee y sus propias voces.
      Un segundo antes del caos, Martha vio la mirada tensa de los soldados y sintió la irreparable naturaleza de su posición. Quiso gritarle a la multitud que se detuviera pero no tuvo tiempo. Justo cuando Luis Fonsi gritaba “sube sube sube”, Garduño ordenó “¡Fuego!” y el fervor drevolucionarios se enfrentó a la realidad de la guerra.
      El estruendo ahogó la música y una tormenta de plomo tranformó a la multitud en un estallido de horror y sangre. La primera fila cayó atravesada por mil proyectiles. Un pánico ciego se derramó sobre la muchedumbre y por todas partes la gente huía o era derribada.
      Martha alcanzó a cubrirse detrás de la Hummer, donde una tibia explosión de tejidos le cubrió la cara. Vio a un hombre en el piso, sorprendido frente al espectáculo de sus propias vísceras sobre el asfalto. Vio a una mujer que corría en tacones mientras una bala le hacía estallar la cabeza. Vio a un hombre que trataba de cubrirse una arteria chorreante en el cuello, con ambos brazos, sin notar que le hacía falta una mano.
      Los heridos, pálidos detrás de su máscara de polvo y sangre, gritaban mudos por el estruendo de las metralletas. Vivos y muertos fueron aplanados por la estampida que escapaba de las primeras filas, aplastando el piso bajo sus pies sin notar a la gente que había entre ellos. Una mujer agonizaba sobre una pila de cuerpos, empapada de sangre como si se hubiera revolcado en ella como un perro.
      Segundos más tarde, los cañones guardaron silencio. El aire abrió paso a un coro de miles de grito, llantos y rezos. El aroma a sangre, mierda y pólvora era apenas disimulado por el perfume de los elegantes cuerpos que cubrían el piso.
      Martha no escuchaba sus propios gritos. Lloraba como un niño en las fauces de una bestia hambrienta y esperaba aterrada su propia muerte, que nunca llegó.
      Del otro lado de la masacre, los soldados estaban atónitos frente al mar de sangre que ellos mismos habían derramado. Un muchacho de dieciocho años tiró su rifle, se desplomó sobre las rodillas, y se cubrió el rostro con el casco para que nadie lo viera llorar.
      Garduño sintió ese terror que sólo recordaba durante el silencio que sigue al disparo. Miró a su tropa y no supo qué decir. Soltó su arma y se sentó a reunir fuerzas para dar la siguiente orden.
      Al cabo de unos minutos, cuando los zopilotes comenzaban a amontonarse en el cielo, Garduño le dijo a sus hombres “Vámonos muchachos” pero nadie se movió. Detrás del río de cuerpos, en el horizonte, varias columnas de humo delataban a una ciudad en llamas. Nadie quería enfrentar a la realidad que los esperaba más allá de Patriotismo.
      Esa noche, entre un embotellamiento de carros vacíos, dos hombres caminaban rumbo al sur, por la México – Cuernavaca, sin más ambición que la de ver a sus padres a salvo. Por cada fila de autos que pasaban, una cacofonía de radios abandonadas les contó los detalles del horror del que iban huyendo. Ellos también habían llenado una camioneta nueva de estéreos, laptops y máquinas de espresso; los lujos perfectos, porque nunca tuvieron la oportunidad de decepcionarlos.
      Desde la carretera, a su izquierda, se veía para abajo todo el Valle de México: un millón de hogueras lejanas que les enrojecía el rostro en medio de la oscuridad.
      Cuando la gente empezó a correr, ellos también decidieron bajarse de la camioneta y cargar sólo con lo necesario. En un par de mochilas llevaban agua y comida. El hermano mayor llevaba bajo el brazo un maletín de pinturas, lápices y pinceles que había comprado el día anterior. El menor arrastraba, amarrados en una caja de huevo, todos los libros de la carrera y unos cuantos que siempre había querido leer.
      El mayor le dijo “a ver, te ayudo a cargarlos” para hacerse el fuerte y cada quién tomó un lado de la cuerda que sostenía la caja. Caminaban a oscuras, aterrados, pero no pudieron guardarse una discreta sonrisa, porque a pesar de toda la muerte y todo el caos, por fin habían podido comprar lo que habían necesitado durante mucho, mucho tiempo.

Otra vez, pinche Juan, ve lo que ocasionas.