A la niña que fui le debo regalarle este momento de la infancia. A la adulta que soy, el apunte crítico sobre ella.

Resulta inevitable hacerse la pregunta: ¿existiría esta versión de Barbie si el feminismo no se hubiese alzado como movimiento de masas? Mi respuesta es no.

Barbie, más allá de ser un juguete, como el producto de un contexto histórico determinado (Estados Unidos, finales de la década de 1950, en una sociedad donde al mismo tiempo coexisten las muñecas de apariencia adulta para niñas revelación del mercado con los comerciales de corte machista dirigidos a la mujer-esposa o ama de casa constituida como nuevo sujeto de consumo) obedece a la representación de un patriarcado que en la actualidad se contrapone con una imagen de la mujer empoderada, no por ello menos servil a otra construcción que es funcional a su estructura, como diversificación de sus tentáculos.

Por ello, resulta contradictorio que una pretendida crítica al modelo de producción actual que se sostiene sobre la propiedad privada, y en consecuencia, la opresión de las mujeres que de ella se deriva, sea distribuida por una empresa multimillonaria que cotiza en bolsa como Warner Bros, o en otras palabras: no puede haber un mensaje subversivo en un producto cultural que a través de la mirada pop, reduce el potencial de la protesta feminista a una aparente denuncia que se queda en lo superficial (promoción de oficios liberales, la rotura del techo de cristal, la consecución de ese éxito profesional capitalista resultante en la Barbie Jefa o Barbie Presidenta como referencia) mientras se hace caja del feminismo, convertido en un elemento de mercado cualquiera.

Sin duda, para la espectadora que vea esta película ajena a toda mirada de clase, le resultará una forma de celebrar la hiperfeminidad sin sentirse culpable por ello: un rosa que une a madres con hijas, tías con sobrinas, amigas, novias, desconocidas que comparten una sala de cine dispuestas a ser reconocidas por sus iguales y verse reconfortadas por una obra que las pone en el centro como protagonistas; un movimiento que ya ha conseguido una recaudación de más de 800 millones de dólares en tan solo dos semanas desde su estreno.

«Barbie es todo lo que ella quiera ser, como las mujeres también pueden serlo». Como eslogan, es perfecto. Como realidad, una nunca puede despojarse de sus cadenas cuando su liberación implica la subyugación de aquellas más vulnerables, como la comercialización global de una muñeca ensamblada por manos esclavas para beneficio de una minoría privilegiada.

¿Se puede decir que Barbie es una película feminista? La razón por la que yo digo no es porque, en cualquier caso, las emociones transmitidas a una generación de mujeres espectadoras de su mensaje concluyen en una vaga idea sobre lo que es la emancipación femenina, sin cuestionar pilares fundamentales como la necesidad de abolir el género como culpable de los estereotipos y roles impuestos que de él se derivan, la explotación o la división sexual del trabajo, sustituidas por la necesidad de igualdad o la participación de las mujeres en los principales puestos de poder como la defensa de tal derecho a contar con un acceso paritario con el fin de hacer suyas la ambición y la dominancia tradicionalmente masculinas, disponiendo de las mismas oportunidades.

Puede servir para acercarse a diversos temas expuestos a lo largo del film que quizá el público más joven todavía no entienda porque traspasa las fronteras del entretenimiento (maternidad, capitalismo, relaciones afectivas, diversidad, hipersexualización, estándar de belleza, perfección, desigualdad, jerarquía, poder de decisión y equidad entre sexos, pick me vs. ser una chica), eso sí. Pero solo será efectivo si la conciencia se transforma en radical, de ir a la raíz del problema.