El capitán Garduño pateó el cadáver de una mujer que se abrazaba el pecho. Al caer, el cuerpo se abrió como una flor y reveló que entre sus brazos guardaba a un niño sin vida. Ambos habían sido atravesados por la misma bala.
“Qué poca madre” exclamó garduño ante el espectáculo. “En serio, qué pinche indignación. ¿A quién se le ocurre traer a su hijo a estas cosas?”
Un hombre que observaba la escena desde la distancia le gritó “esa es mi esposa, pendejo. Déjame pasar.” Pero un enjambre de soldados y tanquetas rodeaba la pila de cadáveres sobre Avenida Patriotismo. Otras quince masacres resguardadas por el Ejército manchaban las calles de la Ciudad de México. ¿Qué podía hacer un simple individuo?
Aunque no era sólo uno. Por todo el país, los seres queridos dejaron de llegar a casa. Con la catástrofe en la televisión y los familiares quién sabe dónde, millones de personas preguntaron a Pegasus dónde estaba el ser amado, o al menos su celular, y reconocieron la ubicación por los horrores descritos en las noticias.
A ese individuo se sumaron diez y luego cien. Al rato, miles de personas descubrían horrorizadas al ser querido entre los cuerpos.
La versión oficial, que el Secretario de Defensa repetía en los medios de comunicación, era que los cientos de miles de muertos no eran tantos; que se trataba de agentes extranjeros, sicarios y enviados rusos en colaboración con el Cártel de Sinaloa y la Logia de los Masones; individuos extremadamente peligrosos que, de no haber sido asesinados como perros, habrían causado el colapso de la República.
Pero a un lado de las masacres, los familiares reconocían a sus seres queridos: “Ella no es sicaria, es estudiante” “Ese no es ruso, es mi papá.” “Ella no era del narco, era mi hija.” Garduño y sus soldados les señalaban los rifles largos que habían plantado en las manos a cada muerto, pero la muchedumbre no escuchaba porque no hay evidencia del Estado que pueda contra la memoria.
El primer curioso rompió la cinta de seguridad y dijo “Si quieres mátanos, pero nos vamos a llevar a nuestros muertos” y la gente a su alrededor lo siguió. Los soldados miraron al capitán, temerosos.
Él tampoco quería otra masacre. Intentó hablar con la muchedumbre: “estamos tratando de ayudar” pero una señora con el rostro descompuesto por las lágrimas le respondió “ustedes ya hicieron suficiente.”
Un sargento le dijo “pidamos refuerzos, capitán. La gente se pone muy irracional” y Garduño quiso responderle “¿pues qué esperabas, pendejo?”, pero en ese momento sonó su celular.
Le había llegado un mensaje de su general al mando: el batallón de infantería donde servía su hijo, dejó de responder. Garduño le preguntó a Pegasus y obtuvo una ubicación entre Tepito y la Guerrero. Sintió un terror instantáneo que le calentó el vientre y le llenó la boca de saliva amarga. De pronto no le parecía tan urgente controlar a esa multitud de extraños en duelo.
Garduño llevó a su batallón a través de calles cerradas por incendios y escombros. A medio camino, un cabo se aguantó el llanto para pedirle permiso de ir a la escuela de su hija. Calles más adelante, otro soldado le preguntó si podía ir a buscar a su esposa. Garduño llegó solo a la esquina de Reforma y Eje 1. A tres cuadras, Pegasus delataba la ubicación inmóvil de su hijo, pero dos jóvenes armados le dijeron que no había paso.
“¿Tu hijo era wacho?” le preguntaron y el pretérito le cortó la respiración.
“Sí, mi hijo está con el 27 batallón de infantería.”
“Esos ya nos debían varias” le dijo el otro individuo. Detrás del paliacate que le cubría el rostro, lo miraban ojos muy jóvenes.
Los hombres le informaron a garduño que el batallón de su hijo perseguía a unos sobrevivientes de la masacre de la Alameda y llegaron hasta el tianguis, donde los vendedores ya se habían organizado para defender su barrio. Ni un soldado se salvó.
Lo subieron a una motoneta y le pusieron una venda en los ojos, como si no supiera a dónde iba. “¿Pues qué no somos todos chilangos?” pensó Garduño.
Se detuvieron en medio del alboroto de una multitud que guardó silencio, con un intenso olor a hierro y pólvora en el aire. Garduño se bajó de la motoneta y se quitó la venda para descubrir un claro en el tianguis lleno de puestos sin mercancía. En las banquetas, cientos de tianguistas armados lo miraban con odio. La calle estaba inundada de sangre como el suelo de un rastro. En medio, como una ofrenda macabra, había un vehículo blindado, con ambas puertas abiertas, rodeado por un batallón de soldados muertos y contorsionados en patéticas figuras contra el suelo. Por la posición de los cadáveres, Garduño adivinó la emboscada que les dio muerte, casi podía ver a los tiradores en las azoteas dándose un festín con este batallón de adolescentes y novatos.
Entre ellos estaba estaba su hijo, con la cara en el piso y los ojos bien abiertos. Vestía su uniforme de campaña, con el que se veía tan guapo, y llevaba al cinturón el cuchillo que le había regalado cuando salió del Colegio Militar. Cómo es cabrón el adiestramiento, que Garduño sintió que se desvanecía del dolor y aún así se aguantó el llanto, aún guardaba la compostura por respeto al uniforme.
Pero al leer su propio apellido en las placas del cadáver, no se contuvo. Se empapó de sangre las rodillas frente al cuerpo de su hijo, le hundió la cara en el cuerpo y se quiso morir. Le lloró todas las penas que le había causado a otros y unas propias que nunca admitió. Lloró hasta que le dolió la cabeza, volvió a sentirse humano y recordó esa hermandad secreta que todos guardamos con el resto de la gente a través del dolor.
A lo lejos, Garduño escuchó una voz que decía “… ese pinche asesino” y le quiso explicar “este no es un asesino, es mi hijo. Le gustaba el fútbol, se reía al contar historias y todo aquel que lo conocía lo quiso mucho.”
Otros decían “vamos a darle en la madre” pero a Garduño no le importó, hasta pensó que le harían un favor si lo mataban.
Sólo la voz de un anciano calló el alboroto cuando les gritó “ya, carajo, todos perdimos a alguien.” Luego el viejo se acercó y le tocó el hombro. Le ofreció la mano para levantarlo y le dijo “Lo ayudo a llevárselo. Ya estuvo bueno de darnos en la madre entre nosotros.”
Volvieron los soldados, desarmados y con equipo de rescate. Se encontraron con una población organizada: unos identificaban cuerpos, otros los limpiaban y aquellos removían escombro. Los doctores voluntarios armaron un consultorio improvisado en medio de la calle y los taxistas se llevaban a los más graves al hospital. A la gente ya no le quedaba tiempo o energía para el rencor.
Cada sobreviviente de la ciudad estaba ahí afuera. Los locatarios del Mercado de San Juan donaron comida para los voluntarios de la masacre de la Doctores. Los taqueros del Borrego Viudo llevaron su trompo a Patriotismo y ayudaron como mejor sabían, alimentando al hambriento.
Garduño volvió al sitio de la masacre, vestido de civil; el uniforme que tanto orgullo le había dado, ahora lo cubría de vergüenza. Llevaba ropa cómoda y los garrafones de agua que habían pedido en redes sociales. Se acercó al grupo, preguntó “¿para qué soy bueno?” y se unió a una cadena humana que removía escombro de un edificio incendiado.
Esa noche habló con un joven chaparrito, de lentes gruesos y pelo largo. Mientras cenaban sus tacos le hizo esa pregunta que todos se hicieron durante meses: “¿y a ti dónde te agarró?”
El día que depositaron yo fingí que estaba enfermo para no ir a trabajar. Ya ni recuerdo por qué, antes de ese día me preocupaban puras pendejadas.
Estaba en el Metro y me salí porque todo el mundo corría, pensé que había un temblor. Afuera, las calles estaban intransitables, así que me senté a comerme una torta en lo que pasaba el caos. Supongo que el tortero no tenía cuenta en el banco.
Pero el caos no pasó y me regresé caminando a casa entre miles de peatones. Ahí con los otros marchantes me enteré de lo que había ocurrido.
Antes de esto yo era escritor. Bueno, recopilaba memes para un sitio de listas. Me sentía la gran cagada porque millones de godínez escapaban de su infierno cotidiano leyendo mis chingaderas. Pensaba ‘bueno, al menos llevo alegría a la gente’, pero en el fondo sabía que yo era parte del problema.
Sobreviví años peleado con mi conciencia y creía que era feliz porque todos mis conocidos eran más miserables. Me convencía de que vivir en un cubículo valía la pena porque pagaba bien, me daban vales y el mejor seguro médico que nunca usé. Pero en los disturbios se incendió el edificio y mis coworkers, tan leales y productivos, no se pararon de sus asientos hasta que tuvieron el fuego afuera de su puerta. Lo sé porque dos de ellos subieron el momento de su muerte a sus Instagram Stories.
Fíjese, tan poquito tiempo que pasé con mis seres queridos y me hubiera muerto entre gente que apenas me toleraba. El fondo para el retiro y el pinche seguro médico habrían valido para pura madre.
No me lo vaya a tomar a mal, pero creo que me ha hecho bien pasearme entre tanta muerte. Mire a todos esos que se llevó el SEMEFO, todos ellos esperaban pacientes a que sus planes y sueños se hicieran realidad. Yo también me voy a morir un día y nadie me va a regresar todos esos años que pasé viviendo para el futuro.
Aquí puedo ayudar, con mis propias manos, mi sudor significa algo. Aquí importo, chingada madre. No sé si después de esto pueda volver a mover pixeles para algún millonario. Preferiría comer basura que pisar otra oficina.
Por suerte para el escritor, ya casi no quedaban oficinas qué pisar. Frente a la urgencia de las masacres y la súbita irrelevancia del dinero, ya nadie quería volver a su cubículo.
De un día para otro desaparecieron las agencias de publicidad, las consultorías de marketing, los call centers y las oficinas de RP. Nadie volvió a vender seguros, a comprar acciones, a agendar juntas o a firmar contratos de confidencialidad. No se enviaron memos ni currículums, no hubo entrevistas de trabajo ni evaluaciones de desempeño trimestral; no se confirmaron correos de recibido. Se acabaron los brainstorms, los focus groups, los performance reviews, los out of office y los casual fridays. Nadie era gerente regional o director adjunto de nada; se extinguieron los juniors, seniors y trainees. La humanidad entera olvidó el significado de ASAP, BoVo, CC, FTF y NSFW. Las tiendas de corbatas quebraron y el mundo fue un lugar mejor, porque ese infinito esfuerzo y potencial humano por fin estaban en las calles.
Todos los días nacía un héroe: en los albergues y centros de acopio sólo se hablaba de la tlapalería que donó todo su inventario para la reconstrucción, o del ingeniero que inventó casas plegables para los damnificados, o de los lentes y botitas de los perros rescatistas que pasaron por los escombros donde la gente levantó el puño y se puso a cantar el Himno Nacional. La solidaridad inundó las calles y todos los mexicanos se hicieron hermanos… durante un mes.
Cuando el horror comenzaba a desvanecerse, otro se aparecía en las noticias: Un alcalde de Veracruz vació la cuenta de su municipio y andaba desaparecido; una inmobiliaria aprovechó el incendio de unos departamentos para demolerlos y construir un centro comercial; el gobernador de Morelos se robó los víveres para los damnificados y los puso en bolsas con la cara de su esposa, que daba a cambio de una copia de la credencial de elector.
Y mientras, ahí estaba el pinche Garduño, acomodando latas de atún para enviar a los albergues, con el coraje entripado de todas las noticias que escuchó el día anterior. Una bolsa no cerraba bien y, cuando no le pudo hacer el nudo, Garduño la aventó al piso, con un iracundo “¡Vas y chingas a tu madre!”
Un joven voluntario se acercó para preguntarle “¿Está todo bien?” y Garduño dejó salir todo el coraje que traía dentro: “No, no estoy bien. ¿Para qué hacemos esto si todo va a seguir igual? ¿Cuál es el punto si todos los mexicanos son una bola de corruptos y agachones?”
El voluntario le preguntó “¿De qué hablas?” y Garduño se sacó el celular del bolsillo para mostrarle los titulares: “Del güey ese de Veracruz, y del culero de Morelos, y de los ojetes esos del video que se están robando las despensas.”
“Bueno, ahí van tres ejemplos” le respondió el muchacho, “ahora quita los ojos de la pantalla y mira a tu alrededor. ¿A cuántos corruptos y agachones ves?”
Garduño levantó la mirada y no encontró ni a uno, sólo vio a cientos de voluntarios. Eran mexicanos comunes y corrientes, cansados y confundidos. Todos querían ayudar y a todos les dolía algo, pero le echaban un chingo de ganas.